Más allá de la teoría de la consolidación: dimensiones problemáticas de las instituciones en nuevas democracias


El artículo parte de la, aún vigente, crítica que hace más de una década hiciera Guillermo O’Donnell a las teorías de la consolidación. La persistencia en diversos países latinoamericanos de los problemas observados entonces sugiere que se requieren herramientas teóricas más profundas y ricas para analizar lo que en realidad ha sucedido con las nuevas instituciones que fueron creadas, y que se siguen creando, para avanzar en los procesos de democratización y que no han funcionado como se supone que deberían hacerlo. Recurriendo a diversas corrientes de la teoría de las instituciones, podemos observar que el cambio dentro de la institución, el conflicto y la relación entre instituciones formales e informales son algunas dimensiones problemáticas importantes que nos pueden ayudar a comprender mejor los procesos mencionados.

Palabras clave: consolidación democrática, instituciones, democratización, consolidación en América Latina

 Profesora e Investigadora, Departamento de Estudios Políticos, cucsh, Universidad de Guadalajara.

aliciagl@cencar.udg.mx.

Vol. XIX No. 54  Mayo / Agosto de 2012

Hace casi una década y media, Guillermo O’Donnell (1997) llamó la atención sobre la debilidad de las teorías de la consolidación para explicar lo que podía suceder con lo que se perfilaba como, pasadas sus respectivas elecciones fundacionales, las nuevas democracias latinoamericanas. Lo que el politólogo argentino observó fue la diversidad de dificultades existentes para que tales cambios de régimen pudieran culminar en algo que pudiese llamarse, cabalmente, una democracia. La incertidumbre y la profundidad de los problemas heredados en toda la región hicieron parecer a las teorías de la consolidación un tanto ingenuas y apresuradas, al menos desde el punto de vista del mencionado autor. Lo que resulta interesante es que, luego de más de diez años, el llamado de atención de O’Donnell (1997) parece más que vigente. En no pocos países, entre los cuales debemos destacar a México, persiste lo que fue denominado como “zonas marrones”, que no es otra cosa que esferas de injusticia, en cualquier materia, por falta de legalidad. En estrecha relación con esto, se debe mencionar otro rasgo muy de la región y que se resiste a desaparecer, los “particularismos”, que tienen muy poco que ver con un orden democrático y de derecho.

Este artículo pretende contribuir al análisis de las causas por las cuales, para decirlo de cierta forma, el pesimismo de O’Donnell (1997) tiene razón. Los procesos de cambio en estos países no han carecido de la promulgación e implementación de una variedad de reformas institucionales orientadas al enriquecimiento y consolidación de los nuevos regímenes democráticos, pero en numerosos casos se trata de reformas que no llegan a funcionar cabalmente.1 El porqué de tales fracasos se entendería mejor si en el análisis recurriéramos a herramientas teóricas más finas que nos permitieran ver con mayor profundidad y precisión lo que sucede con las instituciones públicas una vez que son creadas. Para ello, proponemos recurrir a ciertos elementos de la teoría institucional para el análisis de algunas dimensiones problemáticas que pueden resultar particularmente interesantes, tanto desde el punto de vista de los procesos de democratización como en relación con el contexto latinoamericano. Sin pretender exhaustividad, proponemos que existen al menos tres aspectos o dimensiones cuya consideración daría frutos para la mejor comprensión de lo que realmente sucede con las instituciones en procesos de democratización. En primer lugar, el estudio del cambio institucional, pues la construcción y consolidación de una institución debe ser vista como un proceso dinámico, como una forma del cambio institucional. En segundo lugar, el conflicto, pues la democratización implica un cambio de reglas que agudiza la naturaleza conflictiva de toda institución. Por último, es de gran relevancia considerar el papel de las instituciones informales, pues éstas no desaparecen automáticamente al decretarse una nueva regla formal. Antes de adentrarnos en estas tres dimensiones, el artículo se detiene en la crítica a las teorías de la consolidación con el fin de argumentar un poco más la necesidad de ampliar el horizonte teórico para el análisis de los procesos de democratización. Para concluir, se presenta un apartado donde se destacan las ideas centrales hacia las que, según nuestra consideración, puede conducir la discusión anterior.

Los límites de la teoría de la consolidación

En su crítica a las teorías de la consolidación, Guillermo O’Donnell (1997) ha señalado que la versión minimalista, proporcionada por Linz, resulta de poco valor analítico. Según dicha noción, una poliarquía está consolidada cuando se cumplen más o menos dos requisitos: que exista la expectativa de que las elecciones limpias, competitivas y regulares se mantendrán en un futuro indefinido y que esta expectativa sea compartida por la mayoría de los actores políticos y la opinión pública, por un lado, y por otro, que ningún actor político, partido, o interés organizado considere que existe una alternativa al proceso democrático para acceder al poder o intente vetar la acción de los gobernantes electos democráticamente. El desacuerdo de O’Donnell con el concepto de consolidación que se resume en la conocida frase de que la democracia debe ser considerada “the only game in town”, radica en que se aplica el término “consolidado” a algo que es probable, aunque no seguro, que persista. De hecho, el mencionado autor señala que “democracia” y “consolidación” son términos demasiado polisémicos para formar un buen par (O’Donnell, 1997: 312).

En cuanto a nociones de consolidación un poco menos estrechas, como aquellas que incorporan como condición altos grados de institucionalización, donde se coloca particular atención en organizaciones formales como el ejecutivo, los partidos y el congreso, el mencionado autor apunta que no proporcionan elementos para indagar si es que, y cómo, las nuevas poliarquías llegarán a consolidarse, pasando de la institucionalización de las elecciones a la institucionalización del resto de los elementos políticos y gubernamentales (O’Donnell, 1997: 316).

La crítica de O’Donnell (1997) parece acertada si consideramos que las teorías de la consolidación carecen de un análisis acerca del proceso por el cual las nuevas poliarquías deben pasar antes de llegar a la consolidación. El camino que transcurre entre la elección fundacional y el momento en que una poliarquía alcanza su consolidación, sea en su versión minimalista o no, es algo que no se discute en las teorías de la consolidación. Tomemos el ejemplo de Linz y Stepan (1996). Antes de hablar de consolidación, estos autores proponen lo que consideran es una “transición completa”. Esta se da cuando: se ha alcanzado suficiente acuerdo acerca de los procedimientos políticos para producir un gobierno electo, cuando se conforma un gobierno que es resultado directo del voto libre y popular, cuando este gobierno tiene de facto la autoridad para generar nuevas políticas, y cuando los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, generados por la nueva democracia, no tienen que compartir el poder de jure (Linz y Stepan, 1996: 3). Con esta noción de lo que es una transición completa, se pretende, según los autores, por un lado, evitar caer en la “falacia electoralista”; es decir, considerar a las elecciones libres como condición suficiente para dar por terminada la transición, cuando únicamente es una condición necesaria. Y por otro, no dejar de lado el importante ingrediente de los acuerdos necesarios acerca de los arreglos institucionales básicos para producir gobiernos democráticos. Por ejemplo, una transición no estará completa si persisten desacuerdos importantes entre los demócratas acerca de si el Estado debe ser federal o unitario, y temas similares. Desacuerdos en temas tan relevantes pueden no sólo dejar la transición incompleta sino posponer cualquier consolidación, señalan los autores (Linz y Stepan, 1996: 4).

Una vez que, desde ese enfoque, se ha establecido cuándo una transición ha concluido, el planteamiento da un gran salto para proponer lo que se entiende por una democracia consolidada. Pero no se abordan los problemas relacionados con los procesos que transcurren entre la conclusión de la transición y la consolidación de la democracia. La consolidación aparece como un punto de llegada para el cual se ignora el camino o los caminos posibles, así como los obstáculos a vencer durante el trayecto. En su noción de consolidación, se deslindan de acepciones consideradas demasiado amplias, según los autores, donde se incorpora una amplia serie de características relacionadas con la calidad de la democracia. Por el contrario, proponen un concepto más estrecho, pero donde se consideran, señalan, dimensiones de comportamiento, de actitud, y constitucionales. De tal suerte que democracia consolidada significa: conductualmente, que ningún actor político, social o económico, relevante, emplee recursos significativos para lograr sus objetivos a través del establecimiento de un régimen no democrático o a través de la violencia; actitudinalmente, cuando una fuerte mayoría de la opinión pública tiene la creencia de que los procedimientos democráticos y las instituciones son la mejor forma de gobernar la vida colectiva, y cuando el apoyo a las fuerzas antisistémicas es muy débil; y constitucionalmente, cuando las fuerzas gubernamentales y no gubernamentales se encuentran sujetas, para la resolución de conflictos, a las leyes específicas, los procedimientos y las instituciones sancionadas por los nuevos procedimientos democráticos, y están habituadas a dicha sujeción (Linz y Stepan, 1996: 5-6).

Una vez establecido el concepto de consolidación, los autores manifiestan dos salvedades. Primera, la noción de consolidación no implica la imposibilidad de que un régimen consolidado pueda, en el futuro, venirse abajo. Segunda, ese concepto estrecho de consolidación no implica que exista un solo tipo de democracia que puede ser consolidada, por el contrario, deja abierto el análisis de los diversos tipos de regímenes democráticos que pueden ser alcanzados, así como también reconoce que una democracia consolidada puede desarrollar avances en una diversidad de aspectos para elevar su calidad. Finalmente, Linz y Stepan (1996) completan su propuesta sobre la consolidación hablando de la necesidad de la coexistencia e interacción de cinco arenas o ámbitos, que son: una sociedad libre y plena de vitalidad, una sociedad política autónoma y valiosa, un gobierno de la ley que asegure libertades ciudadanas y una vida asociativa independiente, una democracia estatal disponible para el nuevo gobierno democrático, y, finalmente, una sociedad económica institucionalizada (Linz y Stepan, 1996: 7).

Veamos otras nociones de consolidación. La visión minimalista de Linz y Stepan (1996) es compartida por Sorensen (1993), pero distinguiendo dos fases en la consolidación. Aquí habría una primera fase que se confundiría con la fase decisionista de la transición, cuando asumir las reglas democráticas depende de la decisión de los actores principales; sobre todo algunos que resultarían clave, como el ejército. La fase final de la consolidación es cuando las prácticas e instituciones democráticas han pasado a formar parte de la cultura política; cuando tanto los líderes como el resto de los actores las ve como la forma correcta y natural de vivir en sociedad (Sorensen, 1993: 45).

Otro punto de vista sobre la consolidación es el de los estudiosos que se concentran en enumerar el menú de las reformas que deben ser llevadas a cabo (Naim, 1994; Pastor y Wise, 1999; Przeworski, Alvarez, Cheibub y Limongi, 1996; Ackerman, 2005). Las denominadas, por algunos (Naim, 1994 y Pastor y Wise, 1999), reformas de “segunda generación”, se proponen como un conjunto de cambios necesarios para completar y consolidar las reformas llevadas a cabo en el momento de la transición. En algunos casos, se hace hincapié en las reformas para reestructurar el sector público, una vez que se llevaron a cabo las llamadas terapias “de shock” para enfrentar las crisis económicas que a menudo han acompañado estos procesos (Naim, 1994). En otros casos, se pone el acento en las reformas para alcanzar un Estado de derecho y una adecuada rendición de cuentas (Ackerman, 2005). Para otros, el cambio de la forma de gobierno, hacia un régimen parlamentario, es vital para mantener la estabilidad de una democracia a largo plazo (Przeworski, Álvarez, Cheibub y Limongi, 1996). Mientras que en otros casos (Pastor y Wise, 1999), se propone un abanico más amplio de reformas, donde se incorporan tres tipos: ampliación de las medidas de mercado, equidad e instituciones para la buena gobernanza.

Estas propuestas sobre la diversidad de reformas institucionales que deben ser hechas una vez que concluye una transición, tienen en común la casi nula reflexión sobre las dificultades que se pueden presentar para lograr que esas reformas lleguen a hacerse efectivas. Como pequeñas excepciones, Przeworski, Álvarez, Cheibub y Limongi (1996) señalan que el problema principal que encuentran para que en los procesos de transición se elija adecuadamente el régimen de gobierno es el bagaje histórico: el pasado colonialista o monárquico de las sociedades lleva a elegir el presidencialismo y no el parlamentarismo. Por otro lado, Naim (1994) reconoce que la implementación exitosa de cierto tipo de reformas, hablando de la reestructuración del sector público, requiere precondiciones que nos son bien conocidas o que son difíciles de inducir, pues, de hecho, cambios relacionados con la rendición de cuentas y con la eficacia burocrática, por ejemplo, han resultado, a veces, contraproducentes, señala. Ambos llamados de atención muestran que en el tema de cómo se construye y se consolida una nueva democracia falta mucho por saber, más allá de la enumeración de las reformas y los arreglos institucionales ideales.

Las distintas versiones sobre la consolidación comparten esa carencia de no analizar lo que realmente puede suceder una vez que se ha efectuado una elección fundacional e incluso una vez que se puede considerar que una transición ha concluido. Como ha señalado O’Donnell (1997), las nuevas poliarquías pueden tener elecciones institucionalizadas, pero la teoría no nos dice por qué y cómo se completará la segunda transición o las nuevas democracias llegarán a consolidarse. De hecho, nada garantiza, nos dice, que estas democracias se encaminen hacia formas representativas e institucionalizadas y con ello hacia la eliminación de lo que él llama las “zonas marrones”, es decir, ámbitos donde la justicia es débil o nula por la ausencia de burocracia y legalidad (O’Donnell, 1997).

Lo que sí aportan las teorías de la consolidación, y que no es desdeñable, es el mapa del sitio al que se tendría que llegar para considerar que la nueva democracia se ha consolidado, de tal forma que podemos distinguir un régimen consolidado de uno que no lo está, y eso es importante. Pero para llegar a ese destino deben pasar muchas cosas que la teoría ignora, al menos la teoría de la transición y la consolidación. Si queremos conocer los procesos por los que puede pasar una institución a partir de que es creada, debemos acercarnos a la teoría sobre el cambio institucional, pues la consolidación, como un proceso dinámico y no únicamente como un punto de llegada, puede ser vista como una forma del cambio institucional. Asimismo, por la naturaleza del contexto latinoamericano y de los propios procesos de democratización, dos temas adicionales resultan de gran relevancia: el del papel de las instituciones informales y el del conflicto y la institución.

Cambio institucional y nuevas instituciones

Pese a que se ha dicho que el institucionalismo histórico está más bien preocupado por la permanencia y los efectos duraderos de las instituciones (Peters, 2005), este enfoque tiene planteamientos interesantes sobre el cambio institucional. En primer lugar, habría que hablar del punto de vista evolutivo. Para ciertas versiones del institucionalismo histórico, las instituciones evolucionan, por necesidad, al adaptarse al entorno. Si las decisiones iniciales de los creadores de la institución no fueron adecuadas, ésta deberá encontrar medios de adaptación para sobrevivir. En ausencia de otras presiones, la trayectoria inicial tiene probabilidades de persistir. Al mismo tiempo, si hay cambio y evolución, el rango de posibilidades estará constreñido por el periodo formativo de la institución. De cualquier forma, desde este punto de vista, casi todo diseño institucional contiene elementos no funcionales o problemáticos que darán lugar a necesidades de cambio de tipo incremental mediante un rediseño consciente (Peters, 2005).

Dentro del institucionalismo histórico existen otras visiones sobre el cambio institucional, además de la evolutiva. Sin dejar de asumir, primordialmente, el punto de vista del cambio gradual, se han desarrollado propuestas teóricas relativamente complejas, donde se integran distintas dimensiones (Mahoney y Thelen, 2010; Thelen, 2006; Thelen y Steinmo, 1992,) e incluso donde se trata de incorporar elementos de otras corrientes teóricas como la de la elección racional (Hall, 2010). Thelen (2006) pone en entredicho el punto de vista de algunas corrientes de la elección racional, e incluso del institucionalismo histórico, que entienden el cambio institucional desde el punto de vista del equilibrio interrumpido (punctuated-equilibrium model), según el cual, las instituciones pasan por momentos de apertura y cambio rápidos, seguidos de periodos prolongados de inercia. Desde ese enfoque, en los momentos de cambio se presenta una fuerte contingencia y agencia mientras que en la estabilidad la estructura tiene la primacía. Se trata de una visión donde el cambio es discontinuo. Por el contrario, la autora propone, con su modelo de límites dinámicos, que en los arreglos institucionales formales puede haber, a menudo, mucho cambio gradual bajo una estabilidad aparente.

También contra el enfoque funcionalista, Thelen (2006) propone que, con una visión de mayor temporalidad, es posible ver cómo las instituciones creadas con un interés o propósito particular pueden sufrir cambios en la forma en que operan debido a modificaciones en el ambiente social más amplio o en el carácter de los actores que participan, distanciándose así de la idea original de los diseñadores. Así, las instituciones no pueden ser entendidas a partir de fotografías instantáneas, ni tampoco como si la reproducción institucional fuera un proceso carente de problemas. Por el contrario, las instituciones pasan por constantes procesos de adaptación que les exige el ambiente económico y político. Nos debemos preguntar, dice Thelen (2006), si la operación de las instituciones genera sólo retroalimentación positiva o representa contradicciones y retos que ponen en cuestión el arreglo original. El cambio puede provenir no sólo de cambios en el ambiente, sino de la incorporación de nuevos grupos sociales, anteriormente excluidos de la institución, que le añaden nuevos roles o funciones. Aquí se pone énfasis en el cambio institucional como resultado de cambios en la coalición política y el impacto de ésta en las funciones y formas de la institución.

Thelen y Steinmo (1992) han señalado las —desde su punto de vista— bondades del institucionalismo histórico en relación con los enfoques de la elección racional. Según los autores, la ventaja del enfoque mencionado es que, al proceder inductivamente, está abierto a la incorporación de mayor diversidad de variables y dimensiones, dependiendo del material empírico en cuestión. Así, desde este punto de vista, el estudio de las instituciones puede integrar jugadores, intereses, estrategias y la distribución de poder entre ellos, por ejemplo. Aquí, las políticas no son resultado únicamente de las instituciones. Según estos autores, algunas otras aportaciones del institucionalismo histórico son que es capaz de considerar a las instituciones como la variable dependiente o independiente, según la naturaleza del periodo. En estabilidad, son las instituciones las que explican los resultados políticos, pero cuando se rompe, la lógica del argumento se invierte y son las políticas las que definen las instituciones. Otro factor importante de dinamismo institucional consiste en los ajustes de las estrategias de los actores para adaptarse en momentos de cambio, tanto de ruptura o de creación de instituciones, como en aquellos no tan dramáticos, resultantes de batallas políticas más específicas. Un aspecto relevante aquí es que se ve a las instituciones como objetos de disputa y de cambio. A menudo, las instituciones y sus transformaciones son resultado de estrategias políticas deliberadas con el fin de ganar ventajas, aunque se debe considerar que el cambio no será controlado de forma precisa y que las instituciones y sus modificaciones resultan de múltiples, ambiguas y no siempre consistentes, intenciones.

Pese a sus bondades, Thelen y Steinmo (1992) apuntan que el institucionalismo histórico está lejos de proporcionar todas las respuestas sobre la dinámica institucional. De hecho, señalan el poco desarrollo de teorías que den cuenta de elementos como la influencia recíproca entre los límites institucionales y las estrategias políticas, de la interacción entre ideas, intereses e instituciones y, entre otras cosas, de la formación y el cambio institucional.

Peter Hall (2010) también ha señalado las ventajas del institucionalismo histórico frente a otros enfoques, debido, nuevamente, a la diversidad de dimensiones que incorpora y a encontrarse en medio entre el enfoque racional y el sociológico, lo cual le permite tomar conceptos de distintas escuelas y proporcionar una visión más rica. Desde su punto de vista, el enfoque histórico es superior a los otros, pues incorpora las dimensiones del poder y la estrategia, del enfoque racional, así como ideas y creencias normativas, propias del institucionalismo sociológico. La particularidad del histórico radicaría en que, a diferencia del enfoque racional, no sobreestima la solidez de la institución, sino que supone que ésta puede también ser objeto de las estrategias de los actores, en una visión más plástica. Aquí, las reglas no son nítidas ni fijas, sino que están siempre sujetas a interpretación y reinterpretación. En comparación con el institucionalismo sociológico, el histórico no considera a las normas como meras lógicas de apropiación y como un factor que los actores dan por sentando. Al contrario, aquí las normas son también objetos de interpretación activa, a menudo en competencia abierta frente a potenciales contrincantes. Los actores no se adhieren de forma irreflexiva reforzando la institución, más bien ésta es resultado de ejercicios de poder e interpretación que dan lugar a estabilidades disputadas. Esta disputa implica que el cambio se puede dar por un mero resquebrajamiento o por una defección gradual de actores que dejan de adherirse sin necesidad de un acuerdo formal para ello. También, el cambio puede ser por experimentación, por cambios graduales hacia atrás o hacia adelante, hasta que la institución anterior deja de ser efectiva, o bien el cambio puede ser un efecto no deseado. Aquí el cambio no depende necesariamente de la constitución de una coalición, como lo cree la elección racional.

Una de las propuestas teóricas más interesantes y acabadas sobre el cambio institucional es cercana al institucionalismo histórico y nace de la crítica de los propios autores a las limitaciones de la teoría en relación con dicho tema. Mahoney y Thelen (2010: xi) sugieren que las instituciones son vulnerables al cambio todo el tiempo, no sólo en momentos de crisis, y que el estudio de la estabilidad y el cambio deben estar vinculados. Las instituciones, una vez creadas, a menudo cambian de forma sutil a lo largo del tiempo. Aunque los cambios no sean abruptos, pueden significar una reconfiguración importante del comportamiento y los resultados políticos. El cambio no es uniforme, debemos preguntarnos qué propiedades de las instituciones permiten el cambio y cómo y por qué esas propiedades conducen a los actores a llevar a cabo comportamientos de cambio. Uno de los puntos de partida más interesantes de Mahoney y Thelen (2010: 11) es considerar que la conformidad o condescendencia del actor con la institución no se debe dar por sentada, más bien se considera una variable del cambio. Esto constituye una diferencia importante con el enfoque racional, donde las instituciones se autorrefuerzan estabilizando expectativas.

En este enfoque, considerar la condescendencia o conformidad como variable tiene varias implicaciones en relación al cambio (Mahoney y Thelen, 2010: 13-14). En primer lugar, no se puede garantizar la conformidad, pues las reglas nunca son lo suficientemente precisas para abarcar la complejidad de las posibilidades que se pueden presentar. La nueva realidad puede hacer cambiar a las instituciones. En segundo lugar, los actores tienen límites cognitivos, al crear las reglas no pueden anticipar plenamente la complejidad de las situaciones futuras en las que habrán de aplicarse. En tercer lugar, las instituciones están llenas de implícitos cuyo conocimiento varía entre los actores, lo cual puede significar cambios de facto. Los actores pueden explotar la letra de la ley mientras ignoran su espíritu. En cuarto lugar, las reglas deben ser aplicadas y validadas a menudo por actores distintos a los creadores, lo cual abre espacio para cambios en su implementación o promulgación. Quienes interpretan, implementan y ejecutan desempeñan un papel importante en la modelación y evolución de la institución.

Este modelo de cambio institucional incluye tres conexiones causales distintas con la consideración de tres variables: características del contexto político, características de la institución y tipo de agente de cambio dominante (Mahoney y Thelen, 2010: 15). Se establecen cuatro formas de cambio (Mahoney y Thelen, 2010: 15-16). La primera es el desplazamiento, que consiste en la remoción de las reglas existentes y el establecimiento de nuevas. La segunda es la adición, que es cuando se introducen nuevas reglas sin eliminar ninguna de las existentes. La tercera es el cambio a la deriva, que consiste en el cambio de reglas debido al impacto de cambios en el ambiente. La cuarta y última es la conversión, aquí se trata de modificaciones en la promulgación o ejecución de las reglas existentes a partir de estrategias orientadas en ese sentido. Puede tratarse, por ejemplo, de una explotación de ambigüedades en la letra de la regla.

Estas formas de cambio institucional se pueden dar dependiendo de las condiciones que se presenten en el contexto y dentro de la institución. En relación al contexto, la pregunta es si los actores que defienden el statu quo pueden ejercer un veto fuerte o débil frente al cambio. En cuanto a la institución, la interrogante es si ésta es capaz de soportar actores con alta o baja discrecionalidad en la interpretación y ejecución de las reglas de la institución (Mahoney y Thelen, 2010: 19-20). De esta forma, la conjunción de ciertas condiciones en el contexto y al interior de la institución favorece alguno de los tipos de cambio señalados

¿Qué factores inciden en el buen funcionamiento de una institución recientemente creada? Aquí hay puntos de vista muy diversos, según la teoría institucional en cuestión. Uno de los aspectos más debatidos es el del diseño y su impacto en el comportamiento de la institución. Para los enfoques sociológico y normativo, el diseño no es suficiente para producir el resultado deseado. Offe (2003: 269-272) señala que el diseño hiperracionalista de instituciones, cuando éstas son creadas por mera imitación y sin que exista la base cultural y normativa compatible, lleva al fracaso. Cuando esto sucede, las instituciones deben pasar por procesos cada vez más dinámicos de renovación y educación. Además, el “activismo diseñador” excesivo socava la confianza, comprometiendo a los diseñadores a reajustes cada vez mayores y más rápidos. Aquí, el éxito de la nueva institución depende más de la confianza, cumplimiento y paciencia de quienes soportan los costos del cambio que del diseño institucional en sí.

Para la teoría de la elección racional, un diseño adecuado es suficiente para obtener el resultado deseado en el funcionamiento de la institución. Aquí, más que la historia o el contexto normativo de la organización, importa establecer un cierto conjunto de incentivos que, por sí mismos, producirán el comportamiento esperado dentro de la institución (Peters, 2005: 51). Existen, sin embargo, puntos de vista un poco más complejos dentro de este enfoque. Ostrom considera que los actores, al menos en contextos de autoorganización sin la intervención de un agente externo como el Estado, a menudo tienen un comportamiento que resulta de factores complejos. Aquí se pueden pasar periodos iniciales de ensayo-error debido a condiciones con un nivel relativamente alto de incertidumbre (Ostrom, 2000: 73). Cuando las instituciones ya se conformaron, éstas no funcionan como factores determinantes, capaces de predecir un comportamiento particular, sino como reglas que estructuran situaciones, donde los individuos seleccionan una acción dentro de un conjunto de acciones posibles o permitidas (Ostrom, 1986). La situación es aún más compleja, pues Ostrom (1986) parte de que las instituciones no operan de forma aislada, sino siempre en relación con otras. La forma en que opera una regla es afectada por otras, y no se pueden estudiar reglas aisladamente.

Conflicto y poder en la institución

El conflicto es un aspecto de las instituciones reconocido por casi todas las corrientes teóricas. En su crítica a las teorías de la consolidación, O’Donnell (2004) puntualiza que el establecimiento de un Estado de derecho es complejo debido a que leyes y constituciones están sujetas a la interpretación como parte de la lucha política y las relaciones de poder. El cumplimiento de normas y la eficacia de las instituciones es un proceso dinámico atravesado por las luchas políticas. Por otro lado, visiones semejantes a lo que Peters (2005) llama institucionalismo empírico, consideran que las democracias están pensadas para reconocer una variedad de intereses en una sociedad y requieren encontrar el balance adecuado entre conflicto y consenso (Gunther y Mugan, 1993: 272). Aquí se parte de que las instituciones son un medio significativo para facilitar la regulación de conflictos. La pregunta es si cierto tipo de arreglo institucional, sea el presidencialismo o el parlamentarismo, resulta más eficaz desde el punto de vista de dicha función. La respuesta es que no hay un patrón consistente de mejor manejo por parte de uno u otro por sí mismo, pues los efectos institucionales no son automáticos o unidireccionales, ya que están mediados por el comportamiento y objetivos de las élites (Gunther y Mugan, 1993: 299-300).

Con una visión de corte más sociológico, Offe (2006) parte de que las instituciones políticas están totalmente implicadas en la distribución, ejercicio y control del poder social. De esta forma, las instituciones no pueden ser explicadas a partir de los problemas que están diseñadas para resolver o los valores a los que dicen servir, sino por el balance en el poder social que reflejan. Entre otras cosas, las instituciones regulan la distribución de valores cuyo acceso está sumamente disputado. Se deben entender mejor como regímenes para la producción y distribución de esos valores, de ahí que sean objeto potencial de conflicto distributivo.

Offe (2006) propone una teoría acerca del conflicto y la institución relativamente amplia. Parte de que el poder social es una acción que tiene el efecto de establecer los parámetros para la acción de otros actores, sin importar si éstos consideran convenientes o no dichos parámetros. El ejercicio del poder es conflictivo, controvertido y competido. En esta teoría, las instituciones formales implican tres tipos de poder. En primer lugar, el poder de los agentes guardianes que refuerzan, socializan y cuidan la propagación de los patrones institucionales, sus ideas y teorías relacionadas. En segundo lugar, se encargan de preservar relaciones de poder que suponen privilegios hacia unos y desventajas para otros en campos institucionales particulares. En tercer lugar, se encuentra el poder virtual de aquellos que tienen razones para defeccionar, obstruir o retar los patrones institucionales y sustituirlos por otros. El modelo propone un análisis de relación de poder tripolar: guardianes-beneficiarios-retadores potenciales. El nivel de conflicto puede variar, desde guardar una condición latente hasta presentar un grado intenso o vehemente. El extremo donde el conflicto es puramente latente, donde nadie viola ninguna norma y donde no es necesario reforzar a la institución, nos hablaría, más que de una institución, de un hábito o norma autoimpuesta.

El análisis de Offe (2006) elabora una tipología de luchas por el poder. Los rasgos elementales de esos tipos serían los siguientes. En primer lugar, una institución donde los privilegios no son obvios y están disfrazados de “administración técnicamente competente”; ahí no hay mucho conflicto. En segundo lugar, casos donde los privilegios son notables y percibidos ampliamente, pero las reglas y procedimientos hacen difícil que aparezca una amenaza con cierto éxito. En tercer lugar, una institución muy flexible y abierta a la autorrevisión. Una institución no debe necesitar constantemente de afirmación, pues falla en la modelación de preferencias y expectativas. El cuarto tipo es la institución que cuenta con mecanismos y meta-regulaciones que institucionalizan la forma del cambio. El quinto caso es cuando la institución es capaz de encontrar formas para neutralizar a los amenazadores. En sexto lugar están las instituciones capaces de preservar sus reglas esenciales y actores, ajustarse y autorrevisarse frente a las amenazas (el autor señala que se trata de casos raros, como el de la Iglesia católica). En séptimo lugar, cuando las instituciones son menos capaces de ajustarse a las amenazas, quedan atrapadas en su obsesión por la continuidad y su resistencia al cambio (se presenta el ejemplo del autoritarismo, donde el temor al derrumbe si se hacen concesiones acelera aún más dicho desenlace). Por último, el caso límite de cambio derivado del conflicto es el de la desinstitucionalización. Aquí las reglas son abandonadas sin ser sustituidas por otras (Offe, 2006).

Jack Knight (1992) tiene uno de los planteamientos más completos sobre el papel del conflicto en relación con las instituciones. Desde su punto de vista, los conflictos distributivos y las asimetrías de poder son el factor que permite entender, en mayor medida, no sólo la creación intencional de instituciones, la que se hace desde el Estado, sino también la emergencia no intencional de instituciones sociales informales (Knight, 1992: 173). Cuando se crean instituciones desde el Estado se debe considerar que los actores estatales, sea la burocracia administrativa o los representantes políticos, tienen sus propios intereses, los cuales pueden ser poder político o ganancia material. Dichos intereses entran en la negociación de dos maneras. Existe un beneficio directo que recibe quien funge como ejecutor o encargado de hacer funcionar la institución. El cumplimiento de la institución requiere la vigilancia, la interpretación, el monitoreo y la sanción adecuadas que implican costos administrativos que deben ser pagados a quien ejecuta las tareas. El beneficio indirecto se relaciona con los efectos distributivos a largo plazo derivados de la existencia de la institución, y éste es aún más importante para explicar la creación de instituciones formales.

Knigth (1992) señala que, pese a que a menudo se piensa que la intervención del Estado da lugar a la creación de instituciones formales que resultan menos eficientes que las instituciones informales creadas por los actores sociales, en realidad puede suceder a la inversa. El Estado puede tener interés en crear instituciones socialmente más eficientes, si se dan ciertas condiciones: si los actores estatales son afectados directamente por la regla y resultan materialmente beneficiados por una regla de esa naturaleza, y si dicha regla puede tener efectos en su capacidad para mantener el poder a través de la obtención de mayor apoyo político (Knight, 1992: 191).

Aunque el análisis de Knigth (1992) se concentra en mostrar cómo el conflicto social derivado de las asimetrías de poder determina en gran medida el surgimiento de instituciones informales que se generan de forma descentralizada, buena parte está dedicada a indagar lo que sucede cuando interviene el Estado para sustituir esas reglas informales por instituciones formales. En esta línea, una de las ideas más interesantes es que la introducción del Estado puede alterar el poder de negociación relativo entre los distintos grupos sociales. Es posible que la influencia del Estado derive en elevar el poder de negociación de los desfavorecidos por las reglas informales, si es el caso que los intereses de estos grupos coinciden con los intereses del Estado en un conflicto sobre reglas formales. Esto puede suceder de dos formas, ya sea sirviéndoles como parte de una coalición en un proceso de negociación frente a los favorecidos, ya sea simplificando los problemas de acción colectiva necesaria para el cambio, al adoptar el proceso de forma centralizada (Knight, 1992: 193).

En el terreno de las instituciones formales, las instituciones estatales se pueden volver ellas mismas fuente de conflicto. Cuando lo que está en el centro es el cambio de instituciones formales, el conflicto y la negociación sobre éste depende en gran medida del conflicto sobre las instituciones políticas, pues las reglas de la competencia política afectan la distribución de la influencia sobre la toma de decisiones estatal (Knight, 1992: 193). En suma, según Knight, el énfasis en el enfoque distributivo conduce a la siguiente explicación, válida tanto para instituciones formales como informales: desarrollo y cambio son funciones de un conflicto distribucional sobre los resultados sociales sustantivos; mantenimiento y estabilidad son resultado de la habilidad continua de la institución para proveer ventajas distributivas (Knight, 1992: 210). La explicación de las instituciones a partir de las asimetrías de poder no implica que éstas reflejen plenamente los intereses de un grupo mientras excluyen totalmente a los perdedores en el resultado del conflicto distributivo. En lo que se refiere a la competencia política, las instituciones son una función del poder de negociación relativo de los distintos competidores. Así, los efectos distributivos de las instituciones, generalmente, no favorecen a un solo grupo (Knigh, 1992: 211).

El punto de vista sobre las instituciones a partir del conflicto y de la estructuración de relaciones de poder no es exclusivo de la teoría de la elección racional, forma parte importante del enfoque histórico (Hall, 2010: 211). Desde esta teoría, el cambio institucional se da en gran medida a través del realineamiento de coaliciones políticas que inciden en cambios incrementales en la función y forma de las instituciones (Thelen, 2006: 139, 157). Aquí, las instituciones, tanto como reglas y procedimientos informales como formales, expresan la definición de intereses y estructuran las relaciones de poder de los actores políticos con otros grupos (Thelen y Steinmo, 1992: 2). En una visión que busca incorporar elementos sociológicos y racionales al enfoque histórico, Hall ve el cambio institucional en parte como resultado de la acción de coaliciones que resuelven problemas de distribución según el poder relativo de los actores, además de la intervención de creencias normativas. A diferencia del enfoque racional y del sociológico, las reglas y normas aquí están sujetas a interpretación y reinterpretación activa, en competencia abierta, donde los actores toman ventaja de las potenciales contradicciones. La permanencia de la institución aquí es resultado de un ejercicio de poder e interpretación que da lugar a una estabilidad siempre disputada (Hall, 2010; 218).

Desde el institucionalismo histórico se ha criticado al enfoque racional por privilegiar el tema de la cooperación en el análisis de las instituciones. Según Moe (2006: 33), el problema es que, pese a avances como el de Knight, se sigue considerando el factor del poder como periférico en la explicación de las instituciones, cuando cooperación y poder deberían ser, en el mismo nivel, los componentes centrales de una nueva teoría. El autor ejemplifica cómo en la política democrática, los legisladores, grupos de interés, burócratas y quienes resultan ganadores, utilizan su autoridad para crear las instituciones que imponen a los perdedores, en una acción que va más allá de la cooperación. Cooperación y poder van de la mano, son las dos caras del mismo fenómeno institucional. La forma idónea de avanzar en la investigación que le otorgue al poder su papel adecuado, según Moe, es empezar poniendo atención en las formas más notables del poder: la coerción y la fuerza, sin la necesidad de recurrir a nuevas herramientas analíticas. De esta forma, el enfoque de la elección racional y el institucionalismo histórico tendrían más en común y la teoría se enriquecería con el fenómeno del poder, que empíricamente ha mostrado ser tan relevante (Moe, 2006: 64)

Mahoney y Thelen (2010) proponen un modelo de cambio basado en un enfoque distribucional del poder, éste es el motor básico de la dinámica institucional (2010: 8). Desde su punto de vista, una forma básica de cambio ocurre cuando problemas de interpretación y ejecución abren la puerta para que los actores implementen las reglas existentes de nuevas formas. Las instituciones aquí son vistas como instrumentos de distribución y conllevan implicaciones de poder, están cargadas de tensiones porque comportan recursos y dan lugar a consecuencias distributivas desiguales para los actores, particularmente cuando se habla de instituciones políticas y político-económicas. Los desbalances de poder son una fuente importante de cambio.

Al igual que Ostrom (1986), Mahoney y Thelen (2010: 9) consideran que los actores normalmente se encuentran involucrados en diferentes instituciones a la vez y la distribución de recursos en una institución o conjunto de instituciones puede afectar en esos mismos términos a otras instituciones. Por la naturaleza políticamente competitiva de las reglas institucionales y dependiendo del grado de apertura en la diversidad de interpretaciones e implementación de las reglas, se abre un horizonte de cambio potencial. Incluso en las instituciones formalmente codificadas, las expectativas son a menudo ambiguas y sujetas a interpretación. La interpretación, la aplicación y la ejecución, dan lugar a una lucha totalmente vinculada con la distribución de los recursos que implican (Mahoney y Thelen, 2010: 11).

Aquí los autores establecen una diferencia con Knight. Mientras que para éste, la ambigüedad de las reglas, materia fundamental de conflicto, es temporal y puede declinar con su formalización, para Mahoney y Thelen (2010) la ambigüedad es una característica permanente, incluso en reglas formalizadas. Dada esa ambigüedad, los actores luchan por imponer sus propias interpretaciones e implementaciones, pues éstas implican consecuencias en términos de la distribución de recursos. Se pueden formar coaliciones no sólo a favor de distintas instituciones, sino por distintas interpretaciones de una misma institución (Mahoney y Thelen, 2010: 11). Desde esta visión, cambio y conflicto van de la mano. Las instituciones están llenas de lagunas y ambigüedades, por lo cual el cumplimiento no se debe dar por sentado, sino que es considerado otra variable. Por lo tanto, la ejecución de la institución es incierta y está en disputa, su significado no es claro, lo cual implica, además, que no se puede considerar la postura de los actores como inequívoca e inmutable. También por ello, el efecto distributivo de la institución no se traduce, simplemente, en ganadores vs. perdedores, se deben considerar otras categorías (Mahoney y Thelen, 2010: 14).

Este modelo incluye un análisis de los tipos de agentes de cambio que pueden aparecer.2 Se parte de la idea de que no es posible pensar que quienes buscan el cambio son necesariamente los perdedores con el statu quo, pues eso es una simplificación. La separación entre ganadores y perdedores no es clara, dada la ambigüedad inherente a las instituciones. Además, los actores se vinculan simultáneamente con más de una institución: mientras en una pierden, en otra pueden ganar. Más aún, el cambio puede ser un resultado no intencional de luchas redistributivas. Los autores sugieren que, a partir de este modelo de cambio, basado en la idea del conflicto alrededor de las asimetrías de poder, es posible construir una agenda de investigación que ponga a prueba sus proposiciones.

Instituciones informales vs. instituciones formales

O’Donnell (1997) ha destacado la importancia de la dimensión de lo informal en la vida institucional de las sociedades latinoamericanas en proceso de democratización. En muchas de esas nuevas poliarquías, el problema no es la falta de institucionalización sino la prevalencia de dos instituciones distintas: las elecciones, establecidas en reglas formales, por un lado, y formas de particularismo y clientelismo, como patrones informales, por otro. Aquí, las instituciones electorales funcionan más o menos como lo dice la regla, pero no sucede lo mismo con el resto de las instituciones. Más bien sucede lo contrario: las reglas formales no permiten predecir el comportamiento y las expectativas. Esa inadecuación implica, dice O’Donnell (1997: 317), enfrentar la doble tarea de describir y analizar el comportamiento real y descubrir las reglas, sean formales o informales, a las que ese comportamiento y esas expectativas corresponden. Para entender la racionalidad de estos actores, debemos conocer las reglas y el conocimiento compartido de esas reglas que realmente ponen los parámetros de su comportamiento y expectativas. Es un error, en el estudio de estas poliarquías, concentrarnos únicamente en las instituciones formales, pues nos impiden ver la otra institucionalización, la informal, a veces no tan visible pero de gran relevancia, como lo es el clientelismo y el particularismo.

Por particularismo, O’Donnell (1997: 318) entiende: “diversos tipos de relaciones no universalistas, desde transacciones particularistas jerárquicas, patronazgo, nepotismo, favores y jeitos, hasta acciones que, según las reglas formales del complejo institucional de la poliarquía, serían consideradas corruptas”. El autor señala que, dado que en estos países la brecha entre el país legal y el país real es parte de su historia, la continuidad de esa separación puede no amenazar la supervivencia de la poliarquía, pero no contribuye a su institucionalización. Las profundas raíces históricas del particularismo, en estos países, lo hace resistente y duradero pese a las nuevas reglas formales que se puedan implantar (O’Donnell, 1997: 323). Lo que se encuentra es una combinación de elecciones institucionalizadas con el particularismo como institución dominante y una gran brecha entre reglas formales y el funcionamiento real de la mayoría de las instituciones políticas. Dicho panorama, señala O’Donnell (1997: 325), presenta gran afinidad con lo que el mismo autor llama las concepciones y prácticas delegativas, no representativas, de la autoridad política. Se trata de una visión cesarista y plebiscitaria, donde el ejecutivo se considera depositario de un poder para gobernar tal y como él lo decida. El autor apunta que la sobrevivencia de las elecciones como el único proceso universalista, dentro de ese contexto permeado de informalidad, autoritarismo y particularismos, se debe a la importancia del contexto internacional. Ser observados directamente por otros países, por la opinión internacional, obliga a las nuevas poliarquías a garantizar el requisito principal para ser consideradas sociedades democráticas (O’Donnell, 1997: 327).

Por su parte, North (1993) encuentra que entre las reglas formales y las informales existe una influencia de ida y vuelta. Las normas informales son normas sancionadas socialmente o autoimpuestas internamente. Éstas pueden ampliar, modificar o interpretar normas formales. A su vez, las normas formales pueden complementar o alentar la efectividad de las informales, o bien sustituirlas y revisarlas. Cuando se produce el cambio institucional de tipo incremental, no discontinuo, se debe casi siempre a la influencia de patrones informales heredados.

Alguien que ha estudiado con cierta profundidad la relación entre reglas informales y formales es Jack Knight (1992). Su análisis pretende proceder en el sentido inverso al que usualmente se sigue: en lugar de observar “de arriba hacia abajo”, es decir, viendo el efecto de las instituciones formales del Estado sobre las reglas informales, se propone considerar las condiciones en las cuales reglas informales conducen a la creación de instituciones formales. Al igual que North (1993), Knight (1992) cree que las instituciones formales son creadas sobre las convenciones y normas informales. Las estabilizan o las cambian. En otros casos, estructuran interacciones sociales que carecen de una estructura institucional informal. La adecuación se da mediante la implementación de sanciones aplicadas externamente. De ahí que la creación de instituciones formales introduce la ley y el Estado en la estructura de la vida social. Es importante que los factores principales de los mecanismos de creación intencional de instituciones y de emergencia espontánea sean los mismos: la división de intereses y el conflicto en la sociedad.

Las razones para analizar el papel de las reglas informales en la creación de las formales, según Knight (1992: 173), son las siguientes: a) las reglas informales son el fundamento sobre el cual las reglas formales son construidas; b) las reglas informales limitan el número de alternativas factibles entre las cuales las instituciones formales son desarrolladas; c) las reglas informales persisten mientras se hacen esfuerzos por hacer cambios formales; d) las reglas informales influyen en la distribución de recursos que afectan los conflictos de asimetrías de poder de las instituciones establecidas. Además, las reglas informales emergen y cambian alrededor de las instituciones formales como las consecuencias no deseadas de las interacciones sociales de cada día y afectan las consecuencias sociales de las instituciones formales.

Una cuestión importante aquí es cuándo una institución formal nueva tiene éxito en sustituir a la vieja regla informal. Para lograrlo, debe ser capaz de hacer que los actores cambien la probabilidad estimada hacia las estrategias asociadas a la nueva institución. Pero eso no sucederá, a menos que los actores confíen en que dicha nueva regla será reconocida y aplicada por aquellos con quienes interactúan. Si existen demasiadas dudas al respecto, las estrategias de los actores permanecerán vinculadas a la vieja regla y ésta persistirá a pesar de los esfuerzos para cambiarla (Knight, 1992: 185). Conviene analizar por qué razón un actor puede carecer de la confianza en que la nueva regla, la formal, será reconocida y seguida. Aquí habría que considerar las siguientes cuestiones en relación con la confiabilidad de las expectativas sociales. En primer lugar, está el factor de las creencias duraderas, éstas tienen un efecto inicial de estabilizar las expectativas y luego se imponen normativamente; primero definen cómo es el mundo, luego se convierten en la definición de cómo debería ser. En segundo lugar, existe el problema de la ambigüedad de la regla. Si la regla informal ha existido durante mucho tiempo, su ambigüedad disminuye, mientras que la nueva regla formal está llena de ambigüedad. En tercer lugar, la incertidumbre sobre la ejecución efectiva de las sanciones correspondientes a la nueva regla puede ser importante. El actor puede tener dudas acerca de que dichas sanciones serán realmente ejercidas, debido a ciertos problemas: la dificultad del monitoreo del cumplimiento, la complejidad de la interacción sujeta a la regla y el interés de la parte sancionadora en realmente cumplir su papel. El actor que duda de ser sancionado, preferirá seguir la regla anterior, la informal, si en sus expectativas ésta le reditúa una mayor utilidad (Knight, 1992: 186).

Aquí, Knight (1992) establece una interesante proposición acerca de la dificultad para crear instituciones formales duraderas. Se refiere a la estabilidad de las instituciones informales, derivada de lo difícil que resulta modificar expectativas estables. La resistencia frente a nuevas instituciones formales, creadas intencionalmente, puede explicarse por factores distributivos, pero también por factores ideológicos y congnitivos relacionados con viejas instituciones informales. Si estos elementos se mantienen, es difícil asumir que la nueva regla formal será determinante en el comportamiento futuro de los demás. En tal caso, las convenciones y normas informales sobrevivirán pese a la presencia de reglas formales opuestas (Knight, 1992: 188)

Conclusiones

Este artículo ha querido mostrar algunos de los problemas que las instituciones creadas en procesos de democratización pueden enfrentar en el camino hacia su consolidación. Se trata de un proceso complejo cuyo análisis requiere del diálogo entre distintas corrientes teóricas del estudio de las instituciones. Hemos partido de la crítica de O’Donnell a las teorías de la consolidación, para avanzar en el debate conjugando algunos elementos del institucionalismo histórico y de la teoría de la elección racional que pueden resultar más interesantes y útiles para el contexto latinoamericano.

Hemos visto que las instituciones se encuentran en un constante cambio gradual, en una constante evolución y adaptación que las puede alejar de la idea original de sus diseñadores, de tal forma que la reproducción de la institución no es un proceso carente de problemas. Los cambios son también resultado de batallas políticas donde el resultado no se controla de forma precisa. Las luchas de poder se dan, entre otras cosas, alrededor de la interpretación de las reglas, pues éstas no son fijas ni nítidas, más bien están llenas de implícitos cuyo conocimiento varía entre actores que pueden estar ampliamente dispuestos a explotar su ambigüedad. Quienes interpretan, implementan y ejecutan las reglas pueden dar lugar a cambios importantes. La condescendencia del actor con la institución, por lo tanto, no debe darse por sentada. Las instituciones pueden estar muy bien diseñadas pero eso no es suficiente, pues ninguna institución determina un comportamiento particular en los actores, además de que no operan de forma aislada sino en relación con otras instituciones.

Las instituciones están atravesadas por conflictos y luchas de poder alrededor de sus efectos distributivos. Desarrollo y cambio son funciones de esos conflictos. Tales conflictos se reflejan también en la competencia abierta por la interpretación y reinterpretación de las reglas, las cuales pueden ser implementadas de nuevas formas. Incluso en instituciones formalmente codificadas, las expectativas sobre el comportamiento de los demás en relación con las reglas y su significado pueden ser ambiguas. De hecho, la ambigüedad es una característica permanente, incluso en reglas formales, de ahí las luchas por la imposición de la interpretación.

La creación y funcionamiento de instituciones formales no implica la irrelevancia de instituciones informales. Tal afirmación resulta aún más cierta para el ámbito latinoamericano. Las instituciones formales casi siempre son creadas en relación con instituciones informales, pero no todo el tiempo tienen éxito en sustituir a tales reglas, siempre más antiguas y arraigadas. Algunos de los problemas por los cuales las nuevas reglas pueden fracasar tienen que ver con la ambigüedad y con la incertidumbre acerca de la efectiva ejecución de las sanciones del caso, las cuales son aprovechadas en función del conflicto que acompaña a toda institución. Más aún, en periodos de cambio, como los procesos de democratización, se pueden crear numerosas instituciones formales que permanecerán mientras el verdadero comportamiento y las verdaderas reglas seguirán atadas a viejas instituciones informales como el particularismo y el clientelismo.

Fecha de recepción: 21 de septiembre de 2011

Fecha de aceptación: 03 de marzo de 2012

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1. Nos referimos, a grandes rasgos, a los cambios institucionales que, durante las últimas tres décadas aproximadamente, han seguido a los procesos transicionales latinoamericanos y que han pretendido, con poco o relativo éxito, reformar ámbitos como el de la impartición de justicia, la rendición de cuentas, la transparencia, la seguridad, entre otros. Véase como ejemplo el estudio de Ibarra Cárdenas (2006).

2. No es posible extendernos en la explicación del modelo. Baste decir que los autores encuentran cuatro tipos de agentes: insurreccionistas, simbióticos, subversivos y oportunistas, los cuales buscan distintas formas de cambio a través de distinto comportamiento y relación con la institución. Asimismo, el contexto político y las condiciones de la propia institución inciden en gran medida en el tipo de agente de cambio que puede tener éxito. Las instituciones pueden permitir una baja o alta discrecionalidad en su funcionamiento, y el contexto puede representar condiciones de veto fuerte o veto débil frente al cambio. También, los agentes de cambio pueden aliarse con apoyadores o amenazadores de la institución, según el caso. El lector interesado puede acudir directamente a Mahoney y Thelen (2010: 22-23).