El “discurso de la seguridad” en México (2006-2010)

Espiral, Estudios sobre Estado y Sociedad

El presente trabajo retoma los hallazgos de una investigación más amplia que apunta a generar una trama histórica en la cual ubicar el actual contexto de violencia que vive México desde 2006. En este sentido, se pone de manifiesto que una determinada interpretación del crimen circula por el espacio político, condicionando y modificando prácticas políticas. Se afirma entonces que el “discurso de la seguridad” tiene un impacto estructurante del espacio político. Reconstruyendo las premisas de sentido y las dinámicas que pone en marcha dicho discurso, se resaltará la operación hegemónica allí implícita y que actúa desconectando causas de consecuencias, es decir, aislando el dato “criminal” de su contexto de emergencia.

Palabras clave: discurso de la seguridad, narcotráfico, violencia, campo de lucha política.

 Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (idaes-Unsam), Buenos Aires, Argentina.

adrian.velaram@gmail.com.

Vol. XIX No. 54  Mayo / Agosto de 2012

Introducción: México,
siglo xxi

En política forma es fondo, Octavio. La cura de un síntoma vale la cura de una enfermedad.

El rumor del incendio 

En México, el siglo xxi fue recibido con cierta expectativa. La alternancia en el poder federal, como resultado de las elecciones del año 2000, era interpretada como un gran paso hacia la democratización del espacio público en México. Si bien para ese entonces México aún tenía que afrontar grandes retos para la política nacional, las luchas democráticas a lo largo del siglo xx que desde distintas posiciones convergieron en demandas de apertura política, parecían haber encontrado eco en lo que por aquella época fue llamado “la transición a la democracia”. Después de la primera década del nuevo milenio, hoy las cosas nos parecen radicalmente diferentes. A medida que la nota roja se instala como referente de la vida pública del país, el proyecto democratizador y las esperanzas puestas en él han quedado truncas.

Actualmente la capacidad articuladora del proyecto democratizador se ha diluido. Aun cuando entre los distintos actores políticos y sociales existen diferencias —tal vez irreconciliables— sobre la forma que debe adquirir la democracia en México, el debate y la disputa por las opciones democráticas fortalecían el espacio político y permitían un punto de convergencia. Hoy, sin embargo, la única representación de lo nacional es posible por la extensión del narco a todo el territorio mexicano.1 Ante la distancia que se ha ido acrecentando entre los centros de representación política y los espacios sociales marginados del reparto de los beneficios del modelo económico, el “discurso de la seguridad” —como interpretación y significación del problema de seguridad en México— se consolidó como la única forma discursiva capaz de moldear y articular el espacio político nacional.

El presente artículo retoma los hallazgos de una investigación más amplia y se enfoca a explicar el impacto que la actual interpretación discursiva del crimen tiene en la configuración del espacio político en México. Esta significación del crimen, enmarcada en lo que aquí llamaremos con fines analíticos el “discurso de la seguridad”, no sólo implica la justificación pública de la estrategia de combate al crimen organizado, sino una determinada interpretación del “hecho violento” y del “crimen” que condiciona prácticas políticas y que va condicionando ciertas dinámicas, así como incorporando determinado tipo de elementos al espacio político donde se desenvuelven actores e instituciones. Como se verá, la capacidad modeladora de este discurso opera jerarquizando y priorizando demandas, aplazando debates en el espacio público e instalando una agenda política monotemática en torno al problema de la seguridad, así como instaurando nuevos criterios de gobernabilidad.2 Esto nos llevará a establecer que en el “discurso de la seguridad” operan procesos que lo hacen factible de volverse hegemónico, convirtiéndolo en capaz de auto-reproducir sus condiciones de enunciación.

Si bien el “discurso de la seguridad” en México tiene componentes locales muy identificables, su particularidad y lógica no podrían entenderse si no se ve como parte de un proceso mucho más global y que implica una transformación sustancial en la forma en que se venía interpretando la relación entre crimen-castigo-ley. En América Latina, la preocupación por el “crimen” y la “seguridad” se ha convertido cada vez más en el tema público prioritario, posicionándose por encima de temas como la pobreza, la distribución del ingreso, la inclusión política de los marginados, la democratización, etc. En coherencia con este proceso, en los últimos años hemos asistido a una transformación en la agenda de seguridad a nivel regional que ha contribuido a desplazar temas susceptibles de práctica política a un amplio listado de amenazas potenciales para la seguridad de los Estados-nación.

En el México del siglo xxi este “discurso de la seguridad” encuentra su personificación en las figuras subjetivas del “narco” y del “sicario”. Sin perder de vista lo cruel y despiadada que pueda ser la violencia que despliegan estos actores, se dirá que el “discurso de la seguridad” es la otra cara de la misma violencia que se extiende a todo el territorio mexicano. Esa afirmación parte de la capacidad de dicho discurso de auto-reproducir sus “condiciones de enunciación”,3 es decir, de fomentar el contexto sociopolítico que sirve de sustrato al problema del narco en México y que le permite emerger como un discurso válido. Como se verá, la operación hegemónica que este discurso contiene trabaja desconectando causas de consecuencias, es decir, convirtiendo a su antagonista criminal en una figura anónima y sin un contexto sociopolítico específico, restringiendo la posibilidad de describir las líneas de causalidad que puedan ayudar a explicar la emergencia del narco en México y establecer una salida que implique precisamente atender este contexto.

Rehuyendo la pregunta sobre las condiciones que favorecen este periodo violento en la historia mexicana, el “discurso de la seguridad” se mueve en la superficie del problema, en el síntoma: arrestando, ejecutando y presentando ante los medios de comunicación a los enemigos del orden, sin prever que un ejército de reserva, que no se siente incorporado a los beneficios y derechos políticos y económicos del orden vigente, está ahí para tomar las armas del caído. Es en el “discurso de la seguridad”, donde el crimen organizado se muestra como un monstruo de mil cabezas.4

El recorrido que se propone es el siguiente: a continuación se abordará la relación entre discurso y espacio, poniendo atención al desarrollo teórico abierto por Foucault. Con esta base, describiremos en términos generales el concepto al que se recurrió, dentro del marco de la investigación que sostiene este artículo, para describir la operación hegemónica que permite que el “discurso de la seguridad” presente al dato criminal desconectado de sus condiciones de emergencia. Posteriormente se abordará el contexto histórico en el que se condensan los cambios en la interpretación del problema del crimen en las sociedades contemporáneas, así como los cambios que ha sufrido la agenda de seguridad a nivel regional y que han derivado en que se adopte una interpretación omniabarcadora del concepto de “seguridad”. Así, entraremos en el análisis particular de la realidad mexicana, resaltando las premisas de sentido y las dinámicas que pone en juego el “discurso de la seguridad”, y que le permiten moldear el espacio político mexicano.

Discurso y espacio

Como decíamos en la introducción, una de las tesis centrales del presente trabajo es que el “discurso de la seguridad” tiene la capacidad de moldear el espacio político. Antes de dar contenido a esta afirmación, es necesario trasladar la cuestión a un plano más abstracto, es decir, aclarar el sentido en el que decimos que un discurso es capaz de ordenar o moldear un espacio político.

De las trayectorias teóricas que se pueden agrupar en el llamado “giro lingüístico”, es la veta abierta por Michel Foucault la que nos permite explorar la relación entre discurso y espacio. Aun cuando la obra del francés es vasta y diversa, podemos establecer como eje de lectura, la evolución, construcción y exploración de una muy particular concepción del poder. Esta idea, que se fue alimentando de los objetivos específicos desarrollados en cada una de las obras de Foucault, está muy relacionada con la emergencia de un paradigma espacial de interpretación de lo político.5

La innovadora concepción que emerge en el planteamiento de Foucault, le otorga al poder un papel configurante de los espacios sociales, en donde “múltiples relaciones de poder atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social” (Foucault, 2002: 34). Esta definición del poder se ajusta a la lógica con la cual el francés identificaba a las sociedades modernas, es decir: la creciente heterogeneidad de los espacios sociales.6 Esta condición hace difícil de sostener la existencia de un único centro estructurador del cuerpo social —el Estado—, así como la existencia de un conjunto de espacios complementarios en los cuales el poder no penetra —como lo podría ser la interpretación liberal de la sociedad civil (Murdoch, 2006; García Canal, 2006)—. De tal manera que para Foucault, la articulación específica que adquiere esta multiplicidad de espacios heterogéneos determina la forma que adquiere una sociedad y por lo tanto, el poder resulta en un asunto que se extiende por todo el cuerpo constituido.7 El poder, entonces —entendido dinámicamente como una tensión de fuerzas estructurante—, no es una cualidad personal,8 ni la determinación de lo social por un espacio en particular, sino un “circulante” que atraviesa, conecta y limita las relaciones entre esta heterogeneidad de espacios: “el poder, creo, debe analizarse como algo que circula o, mejor, como algo que sólo funciona en cadena […] el poder se ejerce en red” (Foucault, 2002: 37-38).

Esta definición general del poder podría representar grandes retos para la investigación empírica: al ser algo indeterminado (en tanto no existe ningún contenido a priori de la articulación que forma) y al encontrarse difuminado en el todo social, la búsqueda de las manifestaciones del poder equivaldría a buscar una aguja en un pajar. Sin embargo, en su recorrido por la articulación formada, el poder deja huellas indelebles: creando nuevos contextos institucionales de exclusión/inclusión —como en Historia de la locura (Foucault, 1986)—, materializándose en diagramas arquitectónicos —con el descubrimiento del panóptico en Vigilar y castigar (Foucault, 1976)— o configurando “constelaciones de disciplinamiento” a través de la transpolación de una tecnología de poder a distintos espacios sociales (y que Foucault identificó como “panoptismo”). La cuestión espacial obtiene entonces una relevancia de primer orden, pues: “el poder sólo adquiere materialidad, consistencia, presencia y movimiento en un espacio delimitado […] El espacio se vislumbra como lugar de actuación de las fuerzas, de enfrentamiento y de lucha, donde se escenifica el tiempo y construye la historia” (García Canal, 2006: 17).

Por otro lado, para Foucault, estas relaciones de poder se ponen en circulación a través de “regímenes discursivos”. En estas estructuras discursivas quedan entrelazados conocimientos, prácticas, espacios, y cuerpos, mostrando cómo “las relaciones de poder vinculan recursos discursivos y materiales”9 (Murdoch, 2006: 32). De tal manera que, reconstruyendo el programa de investigación de Foucault, podemos rastrear la relación entre espacio y discurso.

Así, en su fase arqueológica, Foucault explora los principios de verdad/falsedad, inclusión/exclusión de los discursos sobre la locura y que dan lugar a una clara demarcación entre los espacios de razón y de locura. Muestra así cómo los sujetos inmersos en espacios determinados son construidos por discursos disciplinantes. En Vigilar y castigar, la cuestión de la espacialidad adquiere un papel más dominante: en él se inscriben materialmente prácticas que ponen en juego los discursos que circulan en la sociedad. De esta manera Foucault analiza a la prisión como esa “heterotropía” sobre la cual se asienta el discurso moderno del “crimen y el castigo”. El panóptico de Benthham, como tecnología al servicio del poder, constituye la estructura arquitectónica que refleja y pone en práctica los preceptos del régimen moderno de disciplinamiento, permitiéndole penetrar en lo más profundo de los sujetos que construye. Así, el panóptico permite observar sin ser observado, sustituyendo el ojo que vigila por la vigilancia interior (Foucault, 1976), impregnando el ser del sujeto. El panóptico muestra entonces cómo el poder enlaza sujetos y objetos en espacios específicos.

Sin embargo, Foucault va un poco más allá con el concepto de panóptico, pues considera que esta tecnología del poder, cuya eficacia para el disciplinamiento carcelario es evidente, sirve como un enlace (link) que permite la formación de constelaciones enteras de dominio/disciplinamiento. Así, el panóptico es trasladado e incorporado a otros espacios sociales que, aunque no son cárceles, su funcionamiento y lógica del poder son equivalentes: vigilar, castigar, normalizar la conducta. De tal manera que, el hospital, la escuela y hasta los espacios públicos quedan aglutinados bajo la forma de un “archipiélago del panóptico”. Con esto, Foucault da un paso importante hacia un radical cambio de escala: de regiones locales y focalizadas de poder en donde las relaciones de fuerza moldean el espacio geográfico o arquitectónico, a la articulación de estos espacios de poder con el resto del conjunto social. De una escala geográfica a una topológica.

En su última etapa, Foucault intenta desarrollar un tratamiento equivalente al de sus trabajos anteriores para explorar las formaciones de poder a escala societal. En sus estudios y clases sobre la “gubernamentalidad” (1979-1984), Foucault intenta incorporar a sus fuentes aquellos conocimientos y técnicas de poder (cuantificación y clasificación del territorio, demografía, etc.) que permiten al juego de fuerzas extenderse, ya no a un lugar específico, sino a lo largo de un territorio nacional. Sin embargo, siguiendo la crítica que hace J. Law (citado por Murdoch, 2006), este cambio de escala no le favorece a Foucault, pues contrario a la eficacia que había mostrado para señalar la cualidad material del poder, en el tránsito de una escala geográfica a una topológica durante los estudios sobre la “gubernamentalidad”, se privilegia una espacialidad más metafórica e impresionista (Murdoch, 2006: 44).

Desde la perspectiva de esta investigación, una manera de precisar y refinar el bagaje teórico-conceptual que nos permita ver procesos de configuración de los espacios sociales es atendiendo a una matriz topológica que ha sido incorporada por la llamada “geografía posestructuralista” y que se ha nutrido de la recepción que dicha disciplina a hecho de teorías sociológicas como la del “actor-red” (Latour, 1994; Law et al., 2006). Esta matriz topológica que ya se encuentra en Foucault, se perfila como una plataforma idónea para observar los devenires de su programa de investigación y comprender la relación entre espacio, poder y discurso. En este sentido, María Inés García Canal identifica estos filamentos en el trabajo de Foucault como una perspectiva espacial específica: “El poder se constituye como espacio topológico. Espacio atravesado por múltiples relaciones de fuerza que se ejercen en diferentes dominios, siendo esas relaciones propias y específicas de cada dominio, al mismo tiempo que logran, en sí mismas, su propia organización” (García Canal, 2006: 84).

Esta plataforma topológica se corresponde con una definición del poder como una práctica que articula diferentes redes de poder: “el reconocer que las redes generan sus propias configuraciones de espacio-tiempo, nos lleva inevitablemente a la topología de redes” (Law et al., 2010). La distribución de los espacios que permite la red es entonces vista en función del tipo y orientación de las relaciones que mantiene con otros espacios.

Una vez que tenemos vista la relación entre discurso y espacio, pasaremos a describir, en términos generales, el concepto central de la investigación de la que parte este trabajo, poniendo especial atención en el papel que dicho concepto desempeña para explicar la lógica bajo la cual opera el “discurso de la seguridad”.

La violencia incrustada: el concepto de “campo
de lucha política”

En el diseño de la investigación que sirve de base a este artículo, se recurrió a un concepto que permitiera ver las diferentes configuraciones del espacio político a lo largo de cuatro periodos históricos en México.10 El objetivo de esto consistió en observar la trama histórica que nos lleva de la Revolución mexicana de 1910 al México del “discurso de la seguridad” en 2010, teniendo como criterio narrativo las formas que adquiere la violencia colectiva. Este largo pasaje nos permitió ver una ruptura que nos llevaba de matrices de violencia política a la violencia del crimen que define el paisaje del siglo xxi mexicano.

Para cumplir con estos objetivos se propuso la construcción de un concepto que, tomando como dato la práctica política de los actores, permitiera reconstruir el escenario en el que se desenvuelven y que a su vez resultaba impactado por su práctica política.11 De esta manera, a través del “campo de lucha política” tuvimos acceso a cuatro ilustraciones de la vida política en México. La idea general de dicho concepto es que la “lucha política” —entendida como una práctica a través de la cual los distintos actores describen/producen discursivamente su entorno—, ofrece un dato empírico que nos permite explorar la articulación política que define a una sociedad en un momento lado.

Esta lógica que se le atribuye a la práctica política puede verse como un proceso de localización, en la cual los distintos agentes en conflicto describen su posición relacional respecto a otros espacios a través de la producción discursiva del antagonismo. Esto nos permitió incrustar los datos violentos (desplegados a través de la lucha política) a una determinada articulación de poder. La violencia subjetiva, esa palpable y visible que nos servía de dato primario, era relacionada discursivamente por los actores con otros momentos de la articulación: la violencia sistémica y la violencia simbólica.12

De tal manera que, a lo largo de los tres registros históricos del “campo de lucha mexicano” previos al 2006, se puso atención en diferentes elementos que permiten ver la configuración del espacio político: las posiciones que resultaban antagonistas, las demandas, las articulaciones de poder que definían al Estado, las figuras subjetivas en las que se asentaba el conflicto, etc. Sin embargo, cuando en la investigación se llegó al momento de explicar la configuración actual (2006-2010), definida ahora por la violencia criminal de los cárteles de la droga, lo que se observó no fueron fenómenos de lucha política —como en los otros— sino el desplazamiento de todas las prácticas políticas por la importancia discursiva que, desde 2006, fue ganando el problema de la seguridad y del crimen organizado. En este último periodo abordado y sobre el cual se enfoca este artículo, lo que se tenía no era una práctica que nos permitiera relacionar la emergencia del dato violento —ahora criminal— con la articulación. Por el contrario, lo que veíamos era un discurso que operaba en forma inversa: presentaba, a través de sus premisas de sentido, al dato criminal como algo que no se desprende de la articulación de la que parte.

De esta manera y como se verá a continuación, el “discurso de la seguridad” no sólo desplaza debates, prioriza demandas y funda nuevos principios de legitimidad de gobierno, sino que además, al favorecer la desconexión entre las manifestaciones de violencia y su contexto social, político y económico, promueve también sus condiciones de enunciación, reforzándose cada vez más con el aumento de los ciclos de violencia que la propia estrategia de combate frontal al crimen organizado, colabora a generar.

Un contexto histórico de la actualidad de la seguridad

Como decíamos en la introducción, para comprender a plenitud la naturaleza y lógica del “discurso de la seguridad”, es necesario atender a su contexto, tanto histórico como regional. A continuación se proponen tres dimensiones analíticas para rastrear los cambios que la interpretación del crimen ha sufrido a escala global.

a) La seguridad como engullidora de sentidos

La importancia que fue ganando la palabra “seguridad” en los idiomas occidentales para significar la condición subjetiva que se experimenta frente a la incertidumbre, corre en paralelo con el avance de la modernidad. Este señalamiento que ubica a la “seguridad” como una palabra que se hace necesaria para describir la época moderna, se debe en gran medida a los trabajos de Jean Halperin y Lucien Febvre en la década de 1950. Para la época de estos trabajos, los autores veían que dicha palabra se había constituido en un referente sin el cual no se podía explicar lo social (Delumeau, 2002). Sin embargo, en aquella mitad del siglo xx, el concepto de “seguridad” estaba indisolublemente asociado a las responsabilidades y prerrogativas del llamado Estado de bienestar. Así, se hablaba de “seguridad social” para señalar una serie de instituciones y programas que debían constituirse como la fuente de seguridad del ciudadano frente al mercado capitalista. Hoy sin embargo, cuando uno se refiere a “seguridad” es inevitable asociarlo con la prevención y el control del crimen, indicador que nos hace saber que estamos mucho más allá de aquel Estado de bienestar.

Siguiendo a Delumeau (2002) —quien retoma la tarea de Halperin y Fabvre y realiza una genealogía del concepto de “seguridad”—, se puede trazar una cronología de los cambios de significación que dicha palabra ha experimentado en el siguiente orden: 1) Seguridad como obligación del príncipe respecto a sus ciudadanos-súbditos, en donde las reflexiones de Maquiavelo desembocan en el problema de Hobbes, en el cual la “seguridad de los ciudadanos” se eleva como el principal problema político y plantea la tensión entre individuo-libertad-seguridad-Estado. 2) Seguridad de los ciudadanos frente al poder arbitrario del Estado absoluto; y que da lugar a dos documentos fundamentales: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre (Delumeau, 2002: 80). Dichos documentos postularían una serie de derechos inherentes a los ciudadanos que había que cumplir y que devinieron posteriormente en: 3) el desarrollo de los sistemas de seguridad social como reconocimiento de cierto tipo de derechos humanos.

Cómo veremos cuando describamos los cambios en la agenda de seguridad nacional en América Latina, hoy la acepción más directa del término “seguridad” tiene que ver con los procesos de control de aquellas amenazas que ponen en peligro la estabilidad de los Estados nacionales y su dinámica interior. Agregando un nuevo estadio a la cronología de Delumeau, podemos decir que: 4) hoy la significación política de incertidumbre está condicionada por lo que se entiende como “seguridad nacional y “seguridad pública” y que tiene la capacidad de identificar a cualquier elemento como potencialmente amenazador del orden social; lo que ha llevado a que cuestiones como la pobreza pasaran de formar parte del campo semántico de la seguridad social, a ser interpretadas como potencialmente amenazadoras del orden social.

b) El giro “expresivo” de la sanción del delito

La interpretación del crimen también ha cambiado y con ello el sistema jurídico penal también se ha modificado. Una serie de trabajos de criminología contemporánea han señalado un cambio en la manera en que se concibe el castigo (Pratt, 2006; Simon, 2006; Garland, 2005). Este giro consiste en que las directrices de sanción al delito características del Estado de bienestar —las cuales combinaban “el legalismo liberal del proceso y su castigo proporcional con un compromiso correccionalista basado en la rehabilitación, el welfare y el conocimiento criminológico” (Garland, 2005: 71)—, son reemplazadas por un “uso expresivo del castigo”, en donde lo importante de la sanción penal es su ejemplaridad y su potencial disuasivo y no la restitución colectiva de la sanción. En términos generales, este giro punitivo es operado a través de la instauración de precedentes jurídicos penales suficientemente inhibitorios de la conducta delictiva, dando lugar así a un conjunto de políticas públicas basadas en dudosos teoremas: “mano dura”, “tolerancia cero”, “teoría de la ventana rota”.

c) Un déficit de política en las sociedades neoliberales

Por último, queda la cuestión de establecer cómo se relaciona la configuración política y económica que sirve de contexto a estos cambios en el “crimen” y al arribo de éste como problema hegemónico en las sociedades contemporáneas. Si bien es cierto que en América Latina el inicio de una tendencia incremental de la delincuencia coincide en el tiempo con el comienzo del proceso neoliberal de la región (Figueroa, 2005), explicar esta relación involucra ir más allá del conteo estadístico y prestar atención a las dinámicas políticas, sociales y económicas que permiten y dan forma a la configuración sociopolítica actual. Para aproximarnos a desentrañar esta relación es que el concepto de “campo de lucha política” y su abordaje topológico nos puede ayudar.

Mucho se ha hablado de la crisis o déficit de representatividad que caracteriza a los sistemas políticos latinoamericanos (Hagopian, 1998; Bernard, 1992), sin embargo esta situación encuentra su razón en una tensión que estructura el campo de lucha política contemporáneo. Por un lado, existe cierta organización del espacio político conforme a principios y criterios democráticos, los cuales se condensan en los derechos de participación política. Bajo esta perspectiva, el espacio político está orientado a permitir el surgimiento de una multiplicidad de actores que potencialmente pueden hacer valer sus derechos de intervención para hacer llegar demandas —bajo un esquema representativo— y llevar acabo reivindicaciones —en su relación con otros espacios sociales—. Esto implica que las posiciones sociales —cuya estructuración está en parte condicionada por el modelo económico vigente— cuenten con una arena disponible para litigar su posición relativa. En otras palabras: que la distribución de los espacios que implica el modelo económico neoliberal tendría en la democracia un instrumento instituido para señalar y tentativamente modificar su relación con el reparto de beneficios. Sin embargo, los centros de representación, entendidos como aquellos espacios que están más cerca de los espacios de toma de decisiones gubernamentales, operan bajo criterios de racionalidad de mercado y por lo tanto establecen relaciones de influencia directa con los espacios beneficiados por el actual modelo económico. Esto implica que la distancia entre los espacios sociales marginados y los centros de representación cada vez sea más grande y junto con esto, los criterios de movilidad social y política hayan sido borrados de la configuración del campo actual.

Es ahí, en los espacios donde el discurso de la educación como medio de progreso y la cultura del esfuerzo individual no hace sentido, donde el narco emerge como un “sustituto de relaciones sociales”. Como veremos más adelante, siguiendo una certera observación de Juan Villoro (2009), en muchos espacios sociales, el narcotráfico y el crimen organizado se han convertido en los únicos criterios de progreso económico e incluso de obtención de reconocimiento social (entre iguales y ante otros espacios). Ante el déficit de política característica de las sociedades neoliberales, el narco y el crimen emergen como formas perversas de rebelión, “de tal manera que no resulta extraño que la violencia urbana sea calificada ya como “el devenir siniestro y policiaco de la lucha de clases” (Figueroa, 2005: 5).

En este contexto, el “discurso de la seguridad” se presenta, no sólo como una interpretación del dato violento, sino como un discurso de gobierno, en el sentido de que permite reducir la complejidad asociada a un campo de lucha político abierto a la participación política: reforzando la presencia de la fuerza del Estado, determinando y jerarquizando agendas públicas y volviendo monotemáticos los discursos políticos que circulan en el espacio político al centrarse casi exclusivamente en el problema de la seguridad. Ante esta situación, distintos sectores académicos han acuñado frases como “gobernar a través del delito” (Simon, 2006) o “ricos vigilando pobres”13 (Wacquat, 2000), para mostrar la importancia que el crimen ha adquirido para la legitimidad y operatividad del Estado y el mantenimiento del statu quo:

[…] las sociedades industriales avanzadas no están experimentando una crisis del delito y del castigo sino una crisis del gobierno que los ha conducido a priorizar el delito y al castigo como los contextos principales para el ejercicio de ese gobierno […] gobernamos a través del delito en la medida en que el delito y el castigo se vuelven las ocasiones y los contextos institucionales que empleamos para guiar la conducta de los otros (Simon, 2006: 77).

Cambios en la agenda de seguridad en América Latina: entre la política y la policía

Como decíamos, para comprender con amplitud las características y tendencias que dan forma al “discurso de la seguridad”, es necesario tener en cuenta el contexto regional en el que se encuentra México y que también ha experimentado cambios en lo que se entiende por “seguridad”.

Para el inicio del siglo xxi, el contexto internacional había cambiado radicalmente. La caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas marcaba el fin de la “guerra fría” y el inicio de un nuevo orden internacional; con ello, el discurso del enemigo comunista, que tanto influyó en las dictaduras en América Latina, perdía un sustento importante y esto obligaba a una revisión del propio concepto de “seguridad”, así como de su agenda programática. La declaración de guerra al terrorismo por parte de Estados Unidos, como respuesta a los atentados del 11 de septiembre de 2001, aceleraría este proceso y provocaría que, para 2003, una noción extensa y casi omniabarcadora de lo que se entiende como “seguridad nacional” y de los elementos que conforman su agenda, fuera adoptada por los diferentes organismos regionales, como quedó asentado en la “Declaración sobre la Seguridad en las Américas” de la Organización de Estados Americanos (oea).

Esta noción amplia de lo que se entiende por “seguridad nacional” incorporó elementos que tradicionalmente no formaban parte de su agenda, transformando así la óptica bajo la cual se observan los problemas de la región. El hecho de que dentro de la declaración jurada por la oea se incluyera a la “pobreza extrema y la exclusión social de amplios sectores de la población”, dentro de las amenazas potenciales a la seguridad, bajo el criterio de que “afectan la estabilidad y democracia” en tanto “erosiona la cohesión social y vulnera la seguridad de los Estados” (oea, 2003), implica que estos temas (la pobreza, la desigualdad y la marginación), ya no fueran primacía de las políticas de bienestar social o del debate y litigio político, sino un asunto que pone en riesgo la integridad de los Estados-nación latinoamericanos: “en la región las vulnerabilidades domésticas constituyen la principal amenaza a la seguridad del Estado. La incapacidad de satisfacer las demandas y necesidades de la gente dificultan establecer una institucionalidad democrática efectiva” (Rojas, 2004: 4).

El Libro blanco, texto doctrinal del ejército mexicano es contundente al exponer la relación entre la nueva agenda de seguridad y la capacidad de los Estados-naciones de expresar poder y control sobre su territorio: “la seguridad nacional es una condición bajo la cual un país pretende obtener los objetivos nacionales […] El nivel de seguridad nacional de un estado, depende del nivel de poder nacional que pueda manifestar o expresar” (ffaa de México, Libro blanco de la Defensa Nacional, 2005).

Y bajo estos preceptos define algunas de las amenazas potenciales a la seguridad nacional de la siguiente manera: “La pobreza extrema y la exclusión social de amplios sectores de la población, que también afectan la estabilidad y la democracia. La pobreza extrema erosiona la cohesión social y vulnera la seguridad de los Estados” (ffaa de México, Libro blanco de la Defensa Nacional, 2005).

En un informe de la Oficina de Washington para América Latina (wola, por sus siglas en inglés) elaborado por G. Chillier y L. Freeman en 2005 y titulado “El nuevo concepto de seguridad hemisférica de la oea: una amenaza en potencia”, se da cuenta de los costos directos e indirectos que este proceso de cambio conlleva “tanto del diseño como de la aplicación de políticas nacionales para responder a amenazas a la seguridad”. Ahí, los autores muestran su evidente preocupación ante una tendencia regional que se verifica independientemente de la corriente ideológica de los gobiernos en turno y que queda englobada bajo la rúbrica de la “militarización”. Este proceso, según los autores de dicho informe, “abarca dos fenómenos separados pero interrelacionados: por un lado, la expansión de la misión de las fuerzas armadas del rol antinarcóticos hacia responsabilidades sobre el cumplimiento de la ley; por otro, la designación de personal militar (en actividad, con licencia o retirado) en puestos de carácter civil” (Chillier y Freeman, 2005: 4).

México: ausencias y llegadas inoportunas

El Estado “pequeño” que propone el neoliberalismo —en relación a la cantidad y tipo de relaciones que establece con el mercado y la sociedad— se ha convertido para el caso de México en un Estado “hueco” o “vacío”. Ahí donde el régimen posrevolucionario había establecido relaciones clientelares, ahora genera ausencias en los mecanismos y espacios a los que se puede acudir para formular y articular demandas. Según Figueroa, en estos “vacíos estatales” es donde “brotan las manifestaciones perversas de la rebelión: el crimen organizado y el crecimiento de la delincuencia común” (Figueroa, 1999). Estas manifestaciones perversas son el conflicto social no expresado políticamente que sirve de sustrato al problema del crimen organizado.

La referencia a un “vacío” o “hueco” como metáfora para explicar los alcances de una transición incompleta es utilizada también en el magistral ensayo La alfombra roja, el imperio del narcoterrorismo, de Juan Villoro (2009). Ahí, el escritor mexicano, tras delinear de manera precisa las características del viejo régimen posrevolucionario —sostenidas por una gramática de la sombra y el secreto, al amparo de una cultura de la impunidad ampliamente difundida—14 sentencia: “terminado el monopolio del pri, los códigos de la impunidad se disolvieron sin ser sustituidos por otros. ¡Bienvenidos a la década del caos! A ocho años de la alternancia democrática, México es un país de sangre y plomo” (Villoro, 2009: 1). Así, actualmente, lo que antes era ocupado por estructuras sociales corporativas y jerarquías autoritarias, carece de toda determinación positiva.

Dentro de este vacío, la violencia ha venido a asumir el papel predominante como sustituto de relaciones sociales. Como afirma el propio Villoro, no sólo “el predominio de la violencia ha disuelto formas de relación y protocolos asentados desde hacía mucho tiempo”, sino que la misma violencia se ha convertido en una forma de relación que de hecho, produce nuevos protocolos y criterios de articulación en lo social. Villoro nuevamente es contundente: “en este contexto, el crimen organizado ofrece la nueva simbología dominante”. Mientras que la transición se muestra como un conjunto anacrónico, volviendo ambiguos los nuevos criterios del campo de lucha, el discurso del narcotráfico “es perfectamente descifrable. En cambio, la otra ley, la ‘nuestra’, se ha difuminado” (Villoro, 2009).

En este contexto, el narcotráfico se extendió a lo largo del territorio nacional, constituyéndose en muchos espacios como la única autoridad visible. Así, los grandes y pequeños capos de la droga suplieron en ocasiones las propias tareas del Estado, convirtiéndose en el centro articulador de muchas comunidades que no figuran para los gobiernos constituidos democráticamente. De igual manera, la economía del narcotráfico también permeó en todo el país, convirtiendo las rutas comerciales, las fronteras y los grandes centros de distribución en enclaves de una gran red que se alzó como una economía nacional paralela. Ante esta situación, el Estado y sus instituciones decidieron entrar a un combate frontal, sin contar ni con la legitimidad, ni con los medios de operación mínimos para solventar tal reto.

Para las elecciones presidenciales de 2006 el país se encontraba en un punto de quiebre. Tres grandes frentes aglutinaban el creciente descontento social en el país. El primero de ellos se estableció en el municipio de Atenco, Estado de México. En mayo de 2001, durante el mandato presidencial de Vicente Fox se decidió la construcción de un nuevo aeropuerto que diera servicios a la capital mexicana. Se inició así una serie de decretos expropiatorios que ponían precio a las tierras comunales de los habitantes de tres municipios: Atenco, Texcoco y Chimalhuacán. La decisión que hacía uso efectivo de las reformas agrarias de 1992, enfrentó la férrea oposición de los ejidatarios. Surgió así Atenco como el corazón de esta lucha que, al grito de “No se vende”, combatió en la arena jurídica y en la social, echando para bajo el ambicioso proyecto federal (Kuri Pineada, 2006). Con este antecedente, en 2006, la policía federal se enfrascó en una trifulca contra vendedores de flores a quienes prohibieron comerciar sus productos en las calles de Atenco. El Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, organismo creado para la resistencia contra el aeropuerto en 2001, salió en defensa de los vendedores de flores. Se dieron así los ingredientes para que se pusiera en marcha un vasto repertorio de abuso de autoridad por parte de los cuerpos policiacos. Aún así, tres integrantes del fpdt15 fueron acusados de “secuestro equiparado”, bajo el argumento de que habían privado de la libertad a agentes federales, y sentenciados a 67 años y medio de prisión. Es decir, se aplicó a un conflicto social una legislación que buscaba combatir el secuestro.

A la situación en Atenco se le sumaba el enfrentamiento contra el gobierno del entonces gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz. La sección 22, una disidencia del Sindicato Nacional de Maestros —aliado preferido del poder en turno— así como la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (appo) formada por distintas organizaciones sociales y representantes de las comunidades que sufrían la violencia ejercida por el gobierno estatal, salían a las calles del centro de la capital oaxaqueña y con altas dosis de violencia pretendían poner un alto a la hegemonía priista en la entidad, pidiendo la destitución del entonces gobernador. Un tercer frente lo abría la llamada “Otra campaña”, promovida por el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional como una alternativa al circo electoral de cada sexenio y que durante un tiempo recorrió el país buscando articular demandas de distintos actores.

En este contexto altamente conflictivo, la contienda electoral se polarizó entre los candidatos del Partido Acción Nacional —identificado con la derecha nacional— y el Partido de la Revolución Democrática. Así, la competencia entre Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, respectivamente, tomó tonalidades que la presentaban como una disyunción en la vida del país: entre la continuidad del modelo económico y político y el cambio del mismo.

En un final cerrado, el candidato del pan, Felipe Calderón, tras permanecer segundo en la mayoría de las encuestas previas a la elección y hasta faltar sólo 5% de las casillas por computar, se pone por arriba del candidato de izquierda y gana la elección. Esto abre un cuarto frente que sumaba al polvorín en el que se estaba convirtiendo el país. Las acusaciones de fraude movilizaron a grandes cantidades de gente en el zócalo capitalino mientras se proponía “mandar al diablo a las instituciones”. En la incertidumbre sobre si el nuevo presidente podría tomar el poder, se aseguraba la continuidad del gabinete de seguridad del sexenio anterior.16 A la postre, este gabinete de seguridad se convertiría en el punto medular del nuevo gobierno de Felipe Calderón. Es ahí y no en la Secretaría de Gobernación o en la de Hacienda, donde el nuevo sexenio extraería su muy comprometida legitimidad tras los cuestionamientos post-electorales. Poco después se ponía en operación el primer “Operativo conjunto” en Michoacán. El gobierno federal convocaba así a una cruzada contra el crimen, misma que tildó como “guerra”. Y guerra fue lo que tuvimos.

Si en 2006, en el espacio político mexicano se encontraban distintos actores que pedían un cambio profundo en el país, en el México del “discurso de la seguridad”, el paisaje es el de la desertificación: el miedo ha cumplido su función paralizante y en un espacio político sobrepoblado por elementos de las corporaciones de seguridad del Estado, hoy no hay más que violencia criminal.

El discurso de la seguridad: elementos y dinámicas

Para afrontar el análisis de lo que aquí se ha identificado como el “discurso de la seguridad”, se optó por diferenciar entre los elementos que lo constituyen y las dinámicas que pone en marcha. Mientras que los “elementos” nos permitieron identificar las premisas de sentido que sirven para interpretar la situación de violencia, aislándola de su contexto de emergencia, las “dinámicas” muestran la puesta en marcha de una lógica incremental en la violencia y ante la cual la confrontación directa contra los cárteles de la droga se presenta como la única opción viable. A continuación se hace una presentación genérica de estos elementos y dinámicas a las que se enfocó la investigación que sustenta el presente artículo.

a) Elementos

La figura subjetiva del enemigo: el “narco” o “sicario”. Es importante apreciar la caracterización del enemigo que se construye desde el discurso de la seguridad. En este sentido hay que resaltar tanto a) las figuras subjetivas sobre las cuales se ancla dicho conflicto como b) la presentación del conflicto mismo. Así, el “narco” o “sicario” son identificados como cuerpos de violencia sobre los cuales es legítimo —y hasta necesario— aplicar el aniquilamiento físico e incluso medidas extralegales de extracción de información y desaparición de los presuntos culpables.17 A medida que los rostros anónimos de la nota roja nos acosan, el “narco” y “sicario” se nos asemejan más a una suerte de maldición que recaló en territorio mexicano, que una consecuencia de años de malas decisiones políticas y la impunidad con la que se desenvuelven las instituciones públicas. En este sentido, la presentación del conflicto toma la forma de una defensa del orden civil frente a enemigos situados como por fuera de dicho orden (y por lo tanto desconectados o enajenado de él). Sin embargo, desde la perspectiva de este trabajo, es claro que es el propio orden civil lo que provoca la emergencia de violencia. Sin embargo, invertir esta causalidad desde el “discurso de seguridad” convierte al frágil orden civil que es atacado en algo digno de defender, permitiéndole recobrar así cierta validez perdida.

La guerra es entre ellos: aislamiento y contención de la violencia. Como corolario al anonimato que es inducido por el “discurso de la seguridad”, un recurrente y desafortunado argumento esgrimido por las distintas autoridades competentes en distintos momentos busca minimizar el impacto erosionante que tiene la violencia sobre el tejido social. Con ello nos referimos a la premisa discursiva que identifica gran parte de la violencia desplegada como un asunto privado entre los carteles de la droga ante el cual, el Estado, no obstante de estar en “guerra contra el narco”, enfoca su intervención a la mera contención de los daños colaterales.18 Como si se tratara de un huracán que pasa y ante el cual hay que minimizar los daños que va provocando, recoger el escombro derrumbado y prepararse para el siguiente, la autoridad pretende justificar la muerte de más de 40,000 de sus ciudadanos diciendo que se trata de un “ajuste de cuentas”, una violencia que sólo atañe a los implicados. Tal vez el primer caso que mostró lo frágil de esta premisa fue generado por las primeras declaraciones del presidente Felipe Calderón ante la masacre perpetrada en Villas de Salvácar, en donde un comando armado arremetió contra una fiesta juvenil causando la muerte de 14 estudiantes; el presidente desde el lejano Japón donde se encontraba de visita oficial, se apresuró a decir que las víctimas pertenecían a una pandilla y el hecho fue presentado como un caso más de criminales matando criminales. De acuerdo con informes oficiales del inicio del sexenio de Felipe Calderón, hasta abril de 2010 se registraron 22 mil ejecuciones de las cuales sólo 1,200 cuentan con averiguación previa.19 Desde el sistema penal, esto colabora sin duda con el anonimato del “enemigo” y refleja la poca información que el Estado y sus instituciones son capaces de recabar al respecto. Además, este argumento ha permitido un espacio de impunidad extra que permite operar sin regulación a la policía y al ejército a la hora de minimizar los “daños colaterales”, dando indicios de que entre el volumen de ejecuciones presentadas pudiera haber uno que otro “falso positivo”, versión mexicana.

Aplazamiento de las decisiones: una única agenda política. Como decíamos, desde 2006 hemos asistido a una reorganización de las demandas que surcan el campo de lucha política en donde el tema de la seguridad se vuelve prioritario, aplazando demandas que tramitaban y ligaban el descontento social. Es precisamente este desplazamiento de las demandas y reivindicaciones sobre las condiciones que alimentan y retroalimentan la actual guerra contra el narco, una de las premisas que hacen al “discurso de la seguridad” potencialmente hegemónico, pues ya sea intencional, funcional, o como consecuencia indirecta, este aplazamiento favorece la perpetuación de las condiciones de enunciación que hacen de este discurso una verdadera fortaleza de convicciones difícil de desbaratar. A partir de 2006, el tema dominante, tanto en la agenda política institucional como en el debate público, lo ocupó el combate al crimen organizado y sus múltiples y perversas consecuencias. Así mismo, el manejo de la situación, la capacidad y organización de las fuerzas policiales se han convertido en el objetivo de todo gobierno, ya sea nacional, estatal o municipal, reduciendo una amplia gama de funciones y responsabilidades a una sola.

El horizonte temporal de la criminalidad. A diferencia de las figuras subjetivas que partían de matrices de violencia política (como el revolucionario de principios de siglo xx o el guerrillero de la década de los sesenta), la temporalidad que proyecta lo “criminal” se reduce a un presentismo que encuentra en el día a día de las noticias periodísticas su relato arquetípico: en fragmentos efímeros que no pueden enlazarse con una narrativa histórica. Este acotamiento de los márgenes temporales que proyecta el “discurso de la seguridad” nos subsume en el presente del día a día donde lo importante es sobrevivir. Además, mientras que los discursos de lucha política permitían, mediante el litigio sobre la articulación vigente, transformar —al menos potencialmente— su contexto, la lógica del “discurso de la seguridad” es la inmovilidad, producto de su incapacidad de generar líneas de causalidad social.

b) Dinámicas

El poder de la palabra: una lógica de guerra. Si bien recientemente ha existido por parte del gobierno federal un cambio en la presentación del conflicto y que busca desdecirse de mostrarlo como una “guerra contra el narcotráfico”, en los primeros momentos del “discurso de la seguridad” no se escatimaba el usar este término, acentuando el carácter frontal y violento de la estrategia gubernamental. Así, el “discurso de la seguridad” alienta la emergencia de una lógica de guerra, en la cual se hacen notar una escalada armamentística y de violencia. En este sentido vale la pena llamar la atención de dos factores que se ponen en marcha ante esta lógica de guerra y que hacen que la violencia no sólo se sostenga, sino que se incremente y se extienda. Ante el combate frontal se observa: a) El reagrupamiento de las organizaciones criminales como respuesta a la detención de sus líderes o capos en términos de fragmentación o nuevas alianzas y, por lo tanto, la extensión y multiplicación de los enfrentamientos armados a todo el territorio (Ravelo, 2010); y b) El incremento en número y en modalidades de reclutamiento de sus miembros con el objetivo de incrementar su poder de fuego.20

Ejecuciones, fuego cruzado, falsos positivos y oportunistas. Si bien se ha establecido la ruptura que el auge de la violencia criminal significa respecto a otras configuraciones del campo de lucha política, un rasgo que comparte con matrices de violencia política es que, al dispersarse el uso de la violencia en agentes no estatales (el revolucionario, el guerrillero, el narco), se abre una ventana de oportunidad para que distintos tipos de conflicto, a veces ajenos a la problemática central, sean resueltos mediante la violencia, logrando pasar inadvertidos en el conteo de las víctimas. Así, en la oscura numeralia de muertes durante la estrategia gubernamental, se vuelve casi imposible diferenciar si se trata de la ejecución de algún participante de los cárteles, civiles que quedaron en medio de una confrontación, “falsos positivos” que son fabricados por las propias corporaciones policiacas y el ejército o simplemente la oportunidad que representa el derrumbe de los criterios con los que es legitimo o no usar la violencia (comúnmente sancionados por derecho y reservado para el aparato de justicia estatal) para agentes que aunque no están directamente en el conflicto, ejercen la violencia para resolver problemas de otra índole. Toda esta gama ha provocado que la violencia llegue a los más diversos espacios sociales, terminando por abarcar todo el territorio nacional.

La política del narco: “calentar la plaza”. Una de las consecuencias que se desprenden de la caracterización del enemigo y del conflicto implícito en el “discurso de la seguridad”, es la sensación de que el crimen organizado no es capaz de ofrecer una resistencia organizada a los embates del gobierno federal. Las repercusiones políticas del narco no sólo están dadas por su capacidad de modificar políticas de gobierno e incluso legislaciones, sino por dos aspectos fundamentales: 1) es capaz de modificar y manipular la vida cotidiana de los ciudadanos y aquí el miedo es su principal aliado; 2) tiene una voluntad colectiva, en forma de una serie de relaciones de jerarquía, mando/obediencia, lealtades y coacciones que permiten que sus decisiones y estrategias se puedan instrumentar.

Conclusiones: algunas luces, reconectando
la sociedad (2010-2011)

El presente artículo intentó mostrar el arribo del “discurso de la seguridad” dentro de un contexto caracterizado por la existencia de un campo de lucha política estrecho, en donde el conflicto social es difícil de expresar. Este déficit de política en la cual emerge el problema del narcotráfico en México, ha encontrado, sin embargo, algunas luces en ciertas prácticas políticas en los últimos años y que precisamente operan revirtiendo los efectos de dicho discurso. Si, como hemos visto, el “discurso de la seguridad” opera desconectando, aislando a la violencia de su contexto de emergencia, también podemos apreciar fenómenos políticos que buscan reconectar a la sociedad, generando un espacio común de confrontación y diálogo.

En este último periodo de combate contra el narcotráfico empieza a surgir un contra discurso que busca dar sentido a la violencia desbordada en México, señalándola precisamente como parte de un estado de cosas que urgen a una renovación política nacional. Destaca así —entre otros— el movimiento promovido por Javier Sicilia y que busca expresamente romper con el anonimato del “discurso de la seguridad” poniéndole voz y nombre a las víctimas de la violencia. Resulta entonces que la politización del espacio político es una posible salida a la encrucijada mexicana del siglo xxi:

Es el momento de hacer un cambio. Desde aquí queremos crear la resistencia civil para empezar a transformar las instituciones que no funcionan; se debe corregir el rumbo político del país; es el momento, no podemos soportar más, éste es el momento de hacer el cambio (Javier Sicilia, discurso en el zócalo, 8 de mayo 2011).

Fecha de recepción: 09 de septiembre de 2011

Fecha de aceptación: 03 de febrero de 2012

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Documentos

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Revistas y periódicos

Proceso

Milenio

El Universal

El Ágora de Chihuahua

1. Hoy, la debilitada legitimidad del Estado mexicano se sostiene mayoritariamente en la presencia que consigue a través de sus corporaciones de seguridad y el ejército. De igual manera, al día de hoy, las políticas de seguridad tienen más “alcance” (Law, 2010) –en tanto abarcan y penetran más espacios-territorios- que los propios programas de bienestar social.

 

2. Hoy, la organización de la policía, la estrategia anti-crimen, el endurecimiento de la legislación punitiva, se convierten en los criterios de legitimidad en el gobierno más claros. De tal manera que el mejor gobierno –o el único gobierno viable- será aquel que atienda de mejor manera el tema de la seguridad.

 

3. En el análisis del discurso teatral, al conjunto de condiciones de enunciación que hacen inteligible un diálogo dentro de una escena dramática se le llama “situación

de enunciación”. Sin estas condiciones y situación de enunciación que envuelve el discurso de los personajes, la obra simplemente no tendría sentido: “Los enunciados del diálogo devienen discurso, a partir del momento en el que les son dadas sus condiciones de enunciación” (Corvin citado por Ubersfeld, 2002: 44).

 

4. En este sentido se dirá que el “discurso de la seguridad” fomenta una interpretación del crimen y de la inseguridad en la cual los datos violentos son presentados como si no tuvieran relación con el contexto que los permite. Esta operación hegemónica —el desconectar causas de consecuencias— le permite a este discurso reforzarse cada vez que el dato violento emerge, permitiéndole impactar y reconfigurar el espacio político.

 

5. “Foucault […] produjo una nueva forma de espacialidad social: una manera propia de distribuir política y socialmente los espacios y un tipo de inscripción, en él, de las relaciones de fuerza. La repartición y reorganización del espacio social aparece como un factor estratégico del discurso del poder” (García Canal, 2006: 71-72).

 

6. La heterogeneidad de los espacios sociales implica la coincidencia de múltiples lógicas y actores en un mismo lugar. También hace referencia al carácter relacional de lo social, en donde la especificidad de cada espacio está condicionada por su posición relativa respecto al resto de espacios. Esto implica la presencia de lo general (el resto de la articulación) en lo particular (la posición relativa de un espacio respecto al otro).

 

7. “No hay que olvidar que las relaciones de poder son coextensivas a todo el cuerpo social, no hay en esta red espacio donde florezca libertad elemental” (García Canal, 2006: 73).

 

8. “El poder no se construye a partir de voluntades, sean individuales o colectivas, al igual que no deriva del interés de individuos o grupos, se construye y funciona a partir de múltiples fuerzas o poderes que recorren el campo social, sin ser jamás independiente y sólo es descifrable al interior del cúmulo de relaciones que atraviesan todo el campo social” (García Canal, 2006: 72-73).

 

9. Traducción propia.

 

10. Los periodos analizados fueron: 1) la Revolución mexicana de 1910; 2) El movimiento de Rubén Jaramillo; 3) La guerrilla mexicana de la década de los sesenta y setenta; 4) La guerra contra el narcotráfico (2006-2010).

 

11. De esta manera, el espacio político no es un mero contendor de datos, sino que también es permeable a la acción política de los actores que se desenvuelve dentro sus márgenes.

 

12. Esta tipología de diferentes dimensiones o momentos de la violencia en su recorrido por la articulación política puede encontrarse en Zizek (2009).

 

13. “La causa del delito es el mal comportamiento de los individuos y no la consecuencia de condiciones sociales” (Wiliam Bratton, ex jefe de la policía de Nueva York, citado en Wacquant, 2000).

14. “Ajeno a la transparencia y la rendición de cuentas, el modo mexicano de gobernar transformó el lenguaje vernáculo con una gramática de sombra. La política se rebautizó como la “tenebra” y los arreglos importantes se hicieron en lo “oscurito”. La llegada de la luz resultaba peligrosa; el conspirador debía actuar al cobijo de la nocturnidad y adelantarse a su adversario para ‘madrugarlo’” (Villoro, 2009).

15. Se trata de: Ignacio Del Valle Medina, Héctor Galindo Cochicoa y Felipe Álvarez

16. Medina Mora, director de la pgr, se había desempeñado desde 2005 en la Secretaria de Seguridad Pública, mientras que García Luna había estado al frente de la Agencia Federal de Investigación (afi) de 2001 a 2006.

17. Por ejemplo: “Desaparecen detenidos en balacera de Guadalupe” (10/05/2011, Milenio noticias).

18. En el ensayo ya referido, Juan Villoro establece: “El narcotráfico ha ganado batallas culturales e informativas en una sociedad que se ha protegido del problema con el recurso de la negación: ‘los sicarios se matan entre sí’. Más que una rutina aceptada o una indiferente banalización del mal, las noticias del hampa han producido un efecto de distanciamiento. Siempre se trata de desconocidos, gente lejana o rara, que sabrá por qué la degüellan” (Villoro, 2009).

19. “No investigan 95% de muertes en ‘guerra’”, Silvia Otero, El Universal, 21 de junio de 2010.

20. “Reclutan narcos a Maras como gatilleros”, El Ágora, Chihuahua, México, 7 de abril de 2008.

Adrián Velázquez Ramírez