Bruno Lutzu
Profesor e Investigador. Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.
Frida Gorbach, El monstruo, objeto imposible. Un estudio sobre la teratología mexicana, siglo xix. México: uam-Itaca, 2008.
Animales fantásticos y humanos extraños morando en territorios maravillosos ubicados más allá del mundo conocido, nutren gran número de narraciones antiguas. En el Mahabharata, relato épico de la India del siglo xv al x a. C., aparece una profusión de seres mitológicos, semidioses y animales extraordinarios dotados de características humanas. En la Grecia antigua, esta taxonomía de una bestialidad errónea comprendía al cancerbero, la hidra, el pegaso, dragones…; mi-hombres mi-animales: el minotauro, el esfinge, el glifo, los centauros, los sátiros, los silenos, las sirenas…, y humanoides: cíclopes, gigantes, amazonas, etc. Estos seres poblaban la imaginación de los griegos quienes solían tener encuentros extraordinarios con algunos de ellos. Asimismo, el etnógrafo e historiador sagaz Herodoto de Halicarnaso mencionaba en el siglo v a. C. que los etíopes e indios tenían el esperma oscuro y que los hombres del norte de Europa poseían un solo ojo. Durante siglos, los polígrafos occidentales repitieron las aseveraciones contenidas en las Historias de Herodoto como verdad absoluta. En esta frontera borrosa del género humano estaban los incivilizados y los imperfectos. El salvaje fue una variante de la especie humana, como lo mostró Roger Bartra, que no solamente era el depositario de las angustias colectivas sino que el salvaje existía porque las sociedades hegemónicas necesitaban contar con una referencia para medir su nivel de desarrollo cultural. Las formas inferiores de civilidad hacían del hombre un salvaje, y las malformaciones biológicas hacían del hombre un monstruo; el primero viviendo libre afuera de la sociedad, el segundo sobreviviendo dentro de la sociedad preso de su estigma. La literatura y el arte ofrecen muchos ejemplos de estas representaciones del salvaje y del monstruo. En el prólogo del libro aquí reseñado, Armando Bartra menciona atinadamente algunas obras medievales y del periodo de la Ilustración en las cuales la imaginación de sus autores cabalga sobre las variedades extremas del género humano: Variedades de la especie humana: los monstruos de Buffon, Tratado de teratología escrito por Geoffroy de Saint Hilaire, Animales, monstruos y prodigios de Ambroise Paré, etc. Esta fascinación por los malformados, que mezcla curiosidad, morbo y repulsión, ha perdurado a lo largo de los siglos, pero lo interesante es que el descubrimiento del Nuevo Mundo despertó la imaginación de los cronistas e historiadores, testigos oculares o no de hombres fantásticos. Asimismo, Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España relata que “indios corcovados, muy feos, porque eran chicos de cuerpo y quebrados por medio” animaban los banquetes de Moctezuma.
Durante la Colonia, algunos coleccionistas se dedicaron a adquirir especímenes de seres humanos malformados pertenecientes a los estratos bajos de la sociedad, pero fue en los últimos tres lustros del siglo xix y ya entrando en el siglo xx, que la teratología mexicana estuvo en su apogeo con numerosos artículos publicados en revistas científicas y una sala del Museo Nacional (hoy en día Museo de Antropología) consagrada exclusivamente a la exhibición de monstruos. Lo extraño, lo repulsivo e incomprensible de la naturaleza humana se había vuelto un tema de sumo interés para los médicos y juristas mexicanos quienes se empeñaron en emular, tardíamente, a sus colegas de Europa y Estados Unidos.
En su obra El monstruo, objeto imposible Frida Gorbach explora la teratología mexicana desde tres perspectivas: la de los médicos, quienes se preguntaban ¿cómo es posible?; la de los naturalistas, que decían: ¿cómo clasificar a los monstruos?; y la de los juristas, que se interrogaban sobre ¿cuál es la responsabilidad civil y penal de los anormales?
A una clínica interesada en establecer el límite entre lo normal y lo patológico, le impone un tercer elemento que no es normal ni patológico; a la historia natural la hace dudar cada vez que el origen de la vida intenta ser explicado a través de una secuencia evolutiva, gradual y progresiva, y, por último, al derecho le cuestiona el límite entre lo permitido y lo prohibido al abrir la posibilidad de que el monstruo sea un mal en sí mismo.
El descubrimiento de monstruos humanos y animales provocó la imaginación y convocó a la reflexión. Su existencia misma en el seno de la sociedad obligó a repensar los fundamentos de las leyes de la naturaleza y revisar las condiciones biológicas de inimputabilidad.
El proceso sociohistórico de normalización del régimen político y la no menos imperfecta voluntad de someter a los individuos a un marco jurídico-legal omnipresente, encontraban un eco en la ciencia médica con la importación de teorías médicas que pretendían si no curarlo, sí explicarlo todo. Los médicos eran impotentes frente a hidrocéfalos, siameses pegados, microcéfalos, enanos, etc., lo único que podían hacer era observar, medir, interrogar, conservar y, sobre todo, exhibir. Pero esta pasión por el monstruo enseñaba al mismo tiempo el límite de la ciencia para curarlo de su mal: los teratólogos eran médicos con virtudes de coleccionistas e intenciones de promotores de ferias.
Descubrir anómalos suscitaba el interés de los médicos y llamaba la atención del vulgo, pero encontrar un monstruo jamás visto era acceder a la fama: la notoriedad de los teratólogos mexicanos y extranjeros se construía conforme más casos y más raros documentaban. Esta economía subterránea de lo anormal permitía conferir un valor financiero al espécimen y un valor simbólico correspondiente a su descubridor/dueño, en función de la rareza del monstruo encontrado y de su estado de conservación. Aunque no se profundiza en la obra de Gorbach, podemos aseverar que en ese nicho de mercado que era el de la compraventa de anomalías biológicas, imperaban los siguientes criterios: a) la especie: animal o humano; b) el número, rareza y espectacularidad de las malformaciones; c) el estado de conservación: litografía, pintado, fotografiado, osamenta, restos conservados en alcohol, momificados o vivo; y en caso de un espécimen vivo: c) la edad, sexo, si era un salvaje o no, si pertenecía a un linaje prestigiado o no, si tenía varios parientes igualmente malformados o no. Los monstruos —en sus diferentes estados— constituían una mercancía que se compraba y se vendía: pasaban del obstétrico al coleccionista, del coleccionista al teratólogo, del teratólogo mexicano a teratólogos extranjeros, para finalmente terminar en museos, ferias o circos. De ahí la defensa férrea de los anormales por parte de los teratólogos quienes, adueñándose a menudo de ellos y comprándolos como si fuesen esclavos, se empeñaron en preservar su vida y hacer de ella una vida pública. Esta búsqueda de los mejores monstruos puede comprobarse en los artículos publicados en la Gaceta Médica de México así como el folleto de presentación de la sala de teratología del Museo Nacional de México inaugurada en 1895. En todas las publicaciones se asociaba siempre un texto descriptivo-explicativo con una ilustración. Las imágenes, dibujos y litografías redoblaban el texto y fungían como prueba visual de la autenticidad del monstruo, validando sus aberraciones morfológicas. En la sala de teratología estaban reunidos 75 especímenes de animales y humanos conservados en alcohol, disecados o fotografiados. Si bien se buscaba la exhaustividad en cuanto a los casos de anomalías presentados —quizá para mostrar el alcance de la ciencia en determinar los límites de lo biológicamente imposible—, se buscaba también llamar la atención del público. Al respecto, la voluntad explícita de educar al pueblo no podía ocultar el deseo de alimentar la curiosidad y el morbo de la plebe como lo hacían quienes presentaban monstruos en plazas públicas y circos. El laboratorio y el museo eran una alternativa culta a las ferias. “En lugar de seres excepcionales expondría objetos científicos; en lugar de diversión efímera propia de ferias y circos, ofrecería educación a las masas” escribe Frida Gorbach con respecto al papel del museo en la presentación de aberraciones genéticas. La voluntad de exhibir todos los estadios de la monstruosidad explica por qué animales y humanos eran presentados juntos, ya que ambos compartían un error biológico irremediable que los hacía radicalmente diferentes del resto de su especie. La autora menciona el famoso caso de los hermanos Máximo y Bartola, conocidos como los “niños aztecas”, dos enanos microcéfalos supuestos descendientes de un antiguo linaje de sacerdotes mayas, quienes se presentaron en muchas ciudades de Estados Unidos y Europa. Luego de su exposición en una sonada gira mundial, desaparecieron en el oscuro laberinto de la Historia. Ciertamente los niños aztecas dejaron de existir como monstruos porque su larga exhibición terminó por agotar el interés que traía inicialmente su novedad. Lo mismo pasó cuando se desmanteló la sala de exposición de monstruos del Museo Nacional de la Ciudad de México. El anómalo era fuente de interés cuando se descubría y cuando se presentaba por primera vez, pero en la medida en que se volvía conocido su tiempo como pieza de exposición se agotaba. Del gabinete de curiosidades al museo, del ser anómalo al objeto investigado, el monstruo existía mientras despertaba una curiosidad mezclada de morbo en quienes deseaban ver o estudiar una “cosa” humana.
Aunado a lo anterior, la investigadora anota que la desaparición de la Sala de Teratología del Museo Nacional correspondió con cambios en la dirección del museo, pero sobre todo con cambios de paradigma: la historia del Hombre se fue diferenciando progresivamente de la historia de la Naturaleza lográndose imponer la idea de una partición del saber y de una emancipación del hombre con la naturaleza. La aparición del clivaje entre naturaleza y cultura anunciaba el dominio absoluto de la ciencia sobre todas las formas inferiores de vida.
La Sala de Antropología del Museo Nacional asentaba la idea de que las razas indígenas habían degenerado física y moralmente desde la Conquista debido a los cruzamientos y las condiciones de su medio. Empero, la exhibición del glorioso pasado mesoamericano constituía una fuente de orgullo para los historiadores y antropólogos, quienes nutrían un nacionalismo basado en la posesión compartida de esa inimitable herencia. Los científicos decimonónicos se preguntaban si los indios, con todas sus insuficiencias, no eran el eslabón intermedio entre el animal y el hombre. La degeneración de la raza indígena ¿no se debía a su dudoso origen? ¿Su aparición marginal en la evolución de las especies? ¿La “exitosa” búsqueda de regularidades por parte de los teratólogos no muestra precisamente la naturaleza racial de estas ocurrencias? La autora del libro señala con acierto que no existía unanimidad en torno a los anómalos y su trato, sino que las diferentes perspectivas evolucionistas y positivistas divergían y se alcanzaban en uno o varios puntos. Asimismo, existía una serie de diferencias más o menos marcadas según los casos, entre quienes defendían la idea de que la sangre india era motivo de orgullo y quienes sostenían que los indios eran una raza inferior; entre los partidarios de esta última perspectiva estaban quienes pensaban que se podía y debía reeducar al indio y otros, una minoría, que planteaba que el eugenismo radical y la segregación eran la solución al problema del indio. Antropología y teratología no forzosamente compartían las mismas explicaciones en torno a degeneración de los indios, ni buscaban los mismos objetivos. En el último tercio del siglo xix en México, el debate sobre el origen del hombre americano era dominado por la postura de un hombre primero autóctono, ejemplar tópico que había sido el punto de origen de la difusión de la raza americana. “Cada ejemplar, cada pieza, constituía un argumento más en el esfuerzo por mostrar la perfección de la naturaleza del Nuevo Mundo y la perfecta adaptación de las razas americanas a ellas”. De manera general, la cuestión racial atravesaba el tema de los monstruos humanos y de su origen.
La teoría del detenimiento embrionario de Geoffroy de Saint Hilaire explicaba el nacimiento de los monstruos a partir de una influencia proveniente del exterior que detenía el desarrollo normal del embrión; esta teoría tuvo una gran repercusión en teratólogos mexicanos como Juan María Rodríguez y Román Ramírez. La ocupación y preocupación de esos médicos era explicar las causas y condiciones de aparición de un monstruo, destacando su aberración idiosincrásica. La deformación congénita del feto era diferenciada por la enfermedad que podía, en algunos casos, alterar la forma de algunos órganos o partes del cuerpo. Sobre la responsabilidad de la madre, los médicos no aceptaban la idea de que las características del producto pudiesen haber sido influenciadas por imágenes o representaciones tenidas durante el embarazo. Pensaban en herencia, “contaminación de gérmenes”, maltrato de la parturienta, adicciones, vicios, etc. Según esos positivistas “la violencia, el dolor, la pena, la vergüenza y la culpa, reunidos bajo el término de ‘impresión’, poseían la fuerza para alterar el funcionamiento del útero y modificar la forma de lo que debía ser”. Los médicos buscaban en una acción visible, concreta y violenta, la causa del nacimiento de monstruos. También encontraban en el útero el órgano responsable del desarrollo imperfecto del feto. El órgano sexual femenino suscitaba una fascinación sin límites en médicos obstétricos e higienistas. No obstante los esfuerzos de los médicos por definir precisamente el objeto de la teratología, éstos dudaban en explicar las variaciones y desviaciones de la Naturaleza con los principios de una ley general de la fisiología. “En ese lugar, el monstruo no podía constituirse en una prueba más de la regularidad del mundo, ni servía tampoco como paradigma en la comprensión de los actos normales”. El descubrimiento de seres anormales no llevaba a los teratólogos a una reflexión abstracta sobre su posición en la curva de evolución de la especie humana a diferencia de sus predecesores galos, sino que construían explicaciones racionales con pretensiones científicas en torno a cada caso.
La observación de un parto o de un monstruo era, según Rodríguez, actividad necesaria y suficiente para certificar la importancia de la teratología. Describir un anómalo era contemplar una avería de la Naturaleza, era poner palabras sobre un fenómeno imposible, en suma era darle vida. Nombrar es crear y hacer creer. De manera paulatina el léxico zoológico fue abandonado, aunque no totalmente, para ser sustituido por términos más adecuados para garantizar la cientificidad del discurso y por ende su objetividad. Poner un límite a lo impensable, circunscribir lo imposible requería el retomar la tipología de Saint Hilaire e inventar nuevos términos como la siguiente: “Monstruo diplogenésico, monocefálico, autoritario, enfalósito, no viable”. La geometría y la arquitectura ofrecieron también a los médicos mexicanos, términos para describir “científicamente” las formas inhumanas de los anómalos. De hecho, la reconstrucción visual permitía al médico remontar de los efectos a las causas según una metodología deductiva que se certificaba a sí misma. Pero “era principalmente en la medición donde recaía el peso de la objetividad; eran los números los que prometían las cualidades invisibles de una vieja medicina fundada en correspondencias, similitudes y homologías, por objetos de límites definidos, cuantificables”. Los números y mediciones antropomórficas pretendían comprobar las desviaciones con respecto a una media, media ficticia que representaba lo normal. Normalidad y anormalidad se dividían entonces en las manos del médico, juez de los errores de la Naturaleza.
Buscar las causas de las anomalías con el fin de reducir la probabilidad de aparición de seres inservibles conllevó en diseñar medidas profilácticas para favorecer los elementos sanos, fuertes y fértiles. La teratología y el eugenismo eran disciplinas hermanas que compartían cierto número de postulados, aunque los teratólogos mexicanos se empeñaron en proteger la vida de los monstruos, enfrentándose a los eugenistas y a la plebe, quienes los condenaban a muerte por su inviabilidad o su origen maldito. De manera general, el papel del Estado, según la corriente eugenista dominante, debía concentrarse en: 1. Prevenir la aparición de individuos anómalos y viciosos; 2. Castigar a los sujetos que contaminaban el cuerpo social amenazando su devenir; y 3. Premiar los mejores elementos organizando competencias deportivas por un lado y concursos de belleza por el otro. Para los médicos y juristas mexicanos “el cuerpo físico era lo mismo que el cuerpo social o moral; o dicho de otra manera, el cuerpo individual se transformaba automáticamente en cuerpo social, y el cuerpo social en ley moral”. Los juristas buscaban adaptar las leyes a los últimos descubrimientos científicos acercándose a la medicina y en particular a la fisiología. Las evidencias físicas y fisiológicas debían legitimar el bien fundado de la jurisprudencia en lo que concernía a los sujetos que padecían un trastorno físico, mental o moral. Médicos y abogados se esmeraron para participar con derecho propio en la construcción de un nuevo orden social sobre una base científica: se daban como tarea la de prevenir la aparición de anómalos condicionando los candidatos al matrimonio con la presentación de un certificado médico. Para el Estado eugenista, no todos los individuos eran aptos para fundar una familia. De ahí la obsesión institucional en torno a la vida sexual y la reproducción. Es menester señalar que incluso a principios de los años cincuenta del siglo xx, un investigador como Mac-Lean y Esténos, cuyo trabajo fue premiado en el Segundo Congreso de Sociología, postulaba que las leyes eugenésicas debían enfocarse en la vigilancia de las uniones matrimoniales y la esterilización de los inaptos. Cabe agregar a lo que presenta Frida Gorbach, que no había un límite claramente establecido en cuanto a la patología que condenaba el sujeto a la segregación social, el oprobio institucional y la esterilidad fisiológica. Ubicar a los hermafroditas, enanos y personas muy altas en la categoría de los monstruos, era una decisión de los teratólogos en nombre de un supuesto orden biológico y normalidad social. Pero los epilépticos, sordomudos, sifilíticos, alcohólicos, idiotas, imbéciles y tarados fueron también impedidos para casarse por las Leyes de la Familia y el Código Civil.
En todo caso, el estigma corpóreo anunciaba la desviación moral, el vicio y el crimen. El célebre criminólogo Carlos Roumagnac afirmaba, a principios del siglo xx, que una de las dos categorías de criminales era conformada por todos aquellos que tenían un defecto orgánico adquirido o innato. Un delito de sangre cometido por un individuo de clase baja en contra de alguien de estatuto superior, constituía un agravante suficientemente fuerte como para condenar al homicida a llevar el calificativo de “monstruo”. El acto monstruoso denotaba siempre una personalidad perturbada, una mente dedicada enteramente al vicio. Pero este comportamiento aberrante era también atribuido a la pertenencia a una clase social: los proletarios pauperizados de la ciudad, y en menor medida los campesinos pobres. En su Génesis del crimen en México, Julio Guerrero escribía en 1901 que el delito de sangre era, en su gran mayoría, un acto extremo inherente a los de clase baja porque éstos carecían de educación, de valores y sobre todo carecían del control de sus pulsiones de muerte. En otros términos, la monstruosidad era un hecho biológico y también un acto social. Gorbach señala atinadamente que: “El monstruo quedaba junto con criminales, locos y enfermos, todos objeto del discurso médico. Después de todo, la medicina buscaba la referencia patológica de la enfermedad, del crimen y de la locura”. La monstruosidad rompía con el orden social.
En suma, el monstruo biológico y el monstruo social eran dos representaciones de este mismo riesgo de franquear las fronteras de la naturaleza por el primero, y de franquear las fronteras de la cultura por el segundo. El monstruo constituía una amenaza. Este apelativo de monstruo permitía construir una normalidad en una sociedad que se modernizaba y en la cual se incrementaban peligrosamente las distinciones de clase. Endeble y cambiante, la categoría ficticia de lo normal legitimaba los esfuerzos del Estado, de los juristas y los científicos, para organizar la sociedad y ordenar la vida colectiva. El monstruo era el enemigo que las elites de finales del siglo xix y principios del siglo xx tenían que combatir encerrándolo o exhibiéndolo, castigándolo siempre.
Fecha de recepción: 14 de marzo de 2011
Fecha de Aceptación: 07 de octubre de 2011