Trescientos años de Rousseau y la democracia en México

 

El 27 de junio de 2012 se cumplieron 300 años del natalicio de Juan Jacobo Rousseau, el conocido filósofo ginebrino. Atacado por conservadores y liberales desde la academia, han señalado a su teoría del pacto social como el origen de lo que llaman la democracia totalitaria y el mesianismo político (Talmon, 1969); es hoy sin embargo piedra de toque para la reconstrucción del Estado y la democracia en crisis.

Compañero de armas en el terreno del pensamiento de Diderot, D’Alambert y Voltaire, con quienes terminaría distanciado, juntos elaboraron la Enciclopedia Universal, obra que pretendía sintetizar el conocimiento acumulado hasta ese momento y que fue el símbolo del Siglo de las Luces, del triunfo de la razón y de la Revolución Francesa. Fue sin embargo el propio Rousseau quien vendría a constituirse en buena medida en la raíz teórica de dicha revolución, tanto en lo que se refiere al carácter de igualdad y libertad con que nacen los hombres, como al origen popular del poder y la constitución del ciudadano como depositario originario de la soberanía.

La propuesta de la soberanía popular como fuente del poder, en contraposición del derecho divino y natural al que hacían referencia las monarquías, vino a constituir una revolución teórica en sí misma. Por lo demás tomaría concreción política en la Revolución Francesa, que tendría lugar 10 años después de la muerte de Rousseau. Así pues, la nueva visión republicana y de democracia encontró sus ataduras teóricas en Rousseau.

En efecto, las monarquías en el mundo encontraban su justificación como formas de gobierno, no ya en la argumentación de los filósofos griegos que consideraban a ésta como una de las formas válidas y eficientes de gobierno (Aristóteles, 2008), sino en la voluntad divina que los colocaba por encima de los demás hombres y como responsables de gobernarlos. Esta visión dio pie para los Estados absolutistas, ya que el monarca sólo estaba por debajo de Dios y era la expresión de éste en el mundo del poder político. Si bien la escolástica había previsto con san Agustín límites al poder del soberano, incluyendo la legitimidad del homicidio del tirano, en realidad la autocracia absolutista se consideraba a sí misma como elegida por Dios y por tanto solamente responsable ante Él y sin más límites que los autoimpuestos.

El absolutismo llegó a tal grado que por ejemplo, en una carta del zar Iván el Terrible a un boyardo (noble ruso) que señalaba un posible abuso de éste al haber mandado asesinar a dos consejeros leales al propio zar, éste le contestó:

El monarca puede ejercer su autoridad con los esclavos que Dios le ha dado [...] Si no obedecéis al soberano cuando comete una injusticia, no sólo seréis culpables de felonía sino que además condenaréis vuestra alma, porque el propio Dios os ordena obedecer ciegamente a vuestro príncipe (Troyat, 2007: 121).

Si bien ya Francisco Suárez había propuesto que la autoridad del monarca le venía de un pacto con la comunidad, ésta recibía la autoridad de Dios, y los jusnaturalistas racionalistas que hablaban igualmente de un pacto o convención entre los hombres, al final sujetaban el poder al derecho natural (Villoro, 2005: 56 y 57). Por el contrario, Rousseau (1987) lo hace descansar en una construcción normativa humana producto de la voluntad general, sometiendo la naturaleza a la ley y reemplazando la violencia por el derecho. De esta manera Rousseau da el banderazo de salida a la historia del Estado contemporáneo, superando el pensamiento medieval y moderno. En su teoría se sustenta el sentido de la democracia y la negación del derecho de alguien a gobernar por cualquier otra fuente que no sea la voluntad general, en tanto que expresión de la soberanía popular. Con ello no solamente se cerró el ciclo de las monarquías absolutistas, sino que también se le cerró la puerta a la tiranía y a los caudillos y se sentaron las bases de la democracia moderna, si bien la visión de Rousseau determinada en parte por su origen de la ciudad libre de Ginebra y una idealizada imagen de Esparta y la República Romana, en parte por su radicalismo democrático lo llevó a concebir que el pacto social sólo podía serlo en tanto que producto de la soberanía popular cuando “el pueblo delibera, una vez suficientemente informado” (Rousseau, 1972: 41), rechazando por tanto la democracia representativa, si bien el reconocimiento de que la complejidad de los Estados grandes hacía imposible la democracia directa, aceptó al final de alguna manera la democracia representativa siempre que guardara un cierto sentido de mayor participación directa (Rubio-Carracedo, 2010: 21).

En Rousseau la voluntad general se da como acción conjunta de los ciudadanos y sólo es posible cuando reúne voluntades libres, en tanto que la libertad requiere de igualdad política y equidad social, ya que sostiene que nadie debe ser tan pobre que tenga que vender su voluntad, ni nadie tan rico que pueda comprarla. La construcción del pacto social requiere pues de una base igualitaria y no sólo de igualdad formal. De hecho propone que el rango de los ciudadanos no se regule por los méritos personales sino por los “servicios reales”, es decir por el trabajo concreto desarrollado por el ciudadano, una prefiguración del lema del socialismo marxista: “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según su trabajo”. En última instancia el pacto social tiene también la función de buscar la nivelación social en tanto que aspiración de la voluntad general. Aquí cabe aclarar que para Rousseau las voluntades particulares se someten a la voluntad general, entendida ésta como la que tiende a la voluntad pública en tanto que la voluntad de todos no es más que la suma de las voluntades particulares (Rousseau, 1972: 41). De ahí que “el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que se comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, deben gozar de los mismos derechos” (Rousseau, 1972: 45).

Rousseau es sin lugar a dudas el inspirador de la soberanía popular en la Revolución Francesa, que quedó plasmada en la Constitución de 1793, que en su artículo 25 reconocía en el pueblo como el depositario de la soberanía popular, concepto que junto con el de ciudadanía igualmente estuvo presente en la Constitución de Cádiz de 1812, y sirvió de inspiración a los procesos independentistas de la América hispánica, al igual que alimentó en el caso de México las ideas revolucionarias de los líderes de la Independencia, como se les señaló en los procesos que se les siguió por la Inquisición y las autoridades virreinales, así como la indudable influencia rousseauniana en la Constitución de Apatzingán que reconoció en el pueblo el origen de la soberanía (Sánchez Vázquez, 1969: 73-76), además de asumir el carácter de inajenable e indivisible que le otorgaba Rousseau (1972: 37-40).

Pero el pensamiento de Rousseau no se queda en el pasado sino que hoy cobra especial vigencia cuando el Estado moderno enfrenta tres enemigos. Primero, el regreso de la teocracia y la limitación de la democracia con los fundamentalismos del siglo xxi, así como los ataques al Estado laico en las democracias modernas. Segundo, la limitación del Estado y su reducción a su mínima expresión con las políticas neoliberales, que al achicar al Estado entregan funciones sustantivas de éste a grupos sociales que no representan de manera alguna lo que Rousseau denomina el bien común y que solamente puede expresarlo la voluntad general, más aún, los organismos internacionales que asumen funciones por encima del Estado y que incluso llegan a determinar la vida no sólo económica sino también la política de aquellos Estados a los que se les imponen gobiernos tecnócratas como condición de permanencia en la zona euro. En tercer lugar, el resurgimiento del anarquismo, que ocupa importantes espacios de la izquierda en el mundo, y que ve en el Estado al enemigo a vencer, independientemente de su orientación social y su nivel de democracia, proponiendo una suerte de agrupaciones locales con autonomía plena, y la búsqueda de arrebatarle al Estado todos los espacios posibles de decisión, hasta su total anulación, en una paradójica coincidencia con los neoliberales.

En el caso de México, el proceso de construcción del Estado nacional incluyó no sólo la influencia rousseauniana de la Constitución de Cádiz, sino también la estadounidense de 1776, la monarquía absolutista española y el caciquismo indígena expresado en el tlatoani. Esto explica el papel preponderante que ha tenido el presidencialismo mexicano a lo largo de la historia y la hipertrofia de este poder, que responde a un gobierno que usurpa poderes que no le corresponden. Esto puede llevar a un momento en que el gobierno usurpa la soberanía, el pacto social se rompe, y todos los ciudadanos, al recobrar de derecho su libertad natural, se ven forzados, pero no obligados a obedecer.

Si bien es cierto que la construcción del Estado nacional pasa por la centralización política y la concentración del poder político, en México esto tomó un cariz exacerbado, ya que la fortaleza del Estado se hizo descansar en el fortalecimiento del presidencialismo.

Ya desde la Constitución de 1824 se previó un Ejecutivo con mayores facultades que las que le daba la estadounidense a su presidente, como un efecto de la herencia monárquica española al otorgarle atribuciones de iniciativa, lo que lo convirtió de hecho en parte del Poder Legislativo, de reglamentar, lo que lo colocó por encima del Poder Legislativo, y la de nombrar y remover libremente, sin restricción alguna, a su gabinete, lo cual anuló la posibilidad del Legislativo de actuar como contrapeso. (Recientemente se incorporó la figura de iniciativa preferente para el Ejecutivo, lo que lo convierte en el legislador privilegiado frente a los integrantes del Poder Legislativo.)

Fueron precisamente dos grandes constructores del Estado mexicano moderno quienes enfrentaron los mayores retos de control por parte del Congreso: Benito Juárez y Álvaro Obregón, que en su momento contuvieron los intentos de un fortalecimiento del Poder Legislativo que pudo desembocar en un régimen semiparlamentario. Sin embargo, en ambos casos el presidencialismo se impuso y salió fortalecido en detrimento del Poder Legislativo.

De esta manera en México existe una estructura jurídico-política que podríamos denominar de carácter piramidal, por la capacidad casi absoluta que tiene el Ejecutivo para interpretar, aplicar y modificar el derecho público, de tal manera que con las mismas leyes un presidente puede seguir una política diametralmente opuesta a la de su antecesor. Modelo que no modificó en lo fundamental la alternancia que trajo consigo la estrecha democracia electoral mexicana que llegó con el siglo xxi.

En efecto, la maleabilidad del derecho mexicano, producto de los rasgos cuasi absolutistas que poseyó el Estado de la Revolución, luego de la derrota de los poderes externos (la Iglesia católica) y los poderes internos (grupos, caciques y caudillos locales y regionales) que obstaculizaban su consolidación, así como la subordinación de las masas populares a las políticas orientadas a la concentración del poder en el Estado nacional y la centralización política en el Ejecutivo, luego de las fracturas que se produjeron en algunos momentos de sucesiones presidenciales, terminaron por resolverse en la sacralización presidencial, al grado de que el presidente es prácticamente intocable, ya que sólo puede ser procesado por traición a la patria.

Este modelo autoritario, sin embargo, tenía una base de legitimidad en tanto que se reclamaba heredero de un amplio movimiento social, la Revolución, y en tanto que ejecutor del programa que el pacto social había cuajado en la Constitución de 1917, reclamaba responder a la voluntad general.

Sin embargo, con la supeditación a las políticas trazadas por el Fondo Monetario Internacional, que comenzó a imponer controles a la política laboral desde el sexenio 1976-1982, pero que alcanzó su punto culminante con las políticas neoliberales durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, el modelo social autoritario perdió la legitimidad en que se sustentaba.

Esto hizo necesario recurrir a la democracia electoral como nueva legitimidad, concibiendo que la representación de la sociedad y su pluralidad pudieran expresarse con la intermediación de los partidos políticos. Sin embargo, el presidencialismo permaneció intocado. Más aún, con la democracia representativa, más que la expresión de los ciudadanos, se expresaron los intereses particulares, y de grupo; asimismo aparecieron con gran fuerza política los llamados poderes fácticos, con lo cual el Estado se ha hecho más restringido y estaría en riesgo de disolverse, lo que Rousseau ya preveía como la inclinación del gobierno a violentar la voluntad general (1972: 102) y que José Rubio-Carracedo identifica como la ley de la entropía aplicada al Estado (2010: 87-116).

Precisamente para hacer frente a este riesgo se haría necesaria una mayor representatividad, la cual sólo podría darse en un modelo que redujera el poder del Ejecutivo y fortaleciera el del Legislativo, tal como sucede en un sistema parlamentario; sin embargo, la trayectoria histórica de México no parece hacerlo viable. Si bien existen figuras intermedias, tales como el semipresidencialismo francés, éste tampoco parece tener sentido en México. Lo que si podría resultar posible sería un presidencialismo parlamentario, una forma bicéfala de gobierno en la que el parlamento tuviese injerencia en el gobierno, limitando el poder presidencial sin sustituirlo.

Resulta indudable que los Estados y las democracias atraviesan por una crisis, sin que existan alternativas radicales, más allá de las utopías del neoanarquismo, que no prevén cómo someter a los poderes fácticos y al crimen organizado en ausencia del Estado, más aún cuando este último ha creado un embrión de poder dual, un naciente Estado paralelo en México, con sus propias reglas, impuestos y ejército.

Por tanto no se trata de acabar o reducir el Estado, sino de fortalecer su legitimidad, creando las condiciones para que la voluntad general se exprese en un nuevo pacto social.

Fecha de recepción: 10 de enero de 2012

Fecha de aceptación: 8 de agosto de 2012

Bibliografía

Aristóteles (2008). Política. Madrid: Gredos

Rousseau, Juan Jacobo (1972). El contrato social. Madrid: Espasa Calpe.

—— (1987). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Madrid: Tecnos.

Rubio-Carracedo, José (2010). Ciudadanía y democracia. El pensamiento vivo de Rousseau. Madrid: Biblioteca Nueva.

Sánchez Vázquez, Adolfo (1969). Rousseau en México, Colección 70. México: Grijalbo.

Troyat, Enri (2003). Iván el Terrible. Zar y gran príncipe de todas la Rusias. Barcelona: Vergara.

Villoro, Luis (2005). “Rousseau en la Independencia mexicana”, Casa del Tiempo, núm. 80. México: uam.