Sujetos posmodernos, ¿sujetos al desamparo extremo?


El exterminio de los otros: mercantilismo, guerras, genocidio*

La humanidad de fines del siglo xx y principios del xxi ha sido marcada por los grandes avances tecnológicos y un acelerado cambio cultural. Por otra parte está siendo puesta a prueba por brotes de violencia y crueldad en los más diversos rincones de nuestro mundo. Los Estados del bienestar social han dado paso a un mercantilismo a ultranza que desdibuja la singularidad de los sujetos y deja a muchos de ellos sin lugar social alguno, poniendo en riesgo al contrato civilizatorio. Han surgido nuevas formas de guerra y genocidio que llevan a cuestionar nuestras posibilidades de convivencia y de mantenernos con vida como especie. ¿Contamos con recursos para contrarrestar el álgido panorama que nos rodea? El genocidio ocurrido en Srebrenica en 1995 y el testimonio dado por una de las sobrevivientes de la masacre son apoyos para reflexionar sobre estas cuestiones.

Palabras clave: Violencia, mercantilismo, sujetos, riesgo, sobrevivencia.

 Profesora e Investigadora del Departamento de Estudios en Educación, cucsh, UdeG.

emmaruiz0808@hotmail.com.

Hoy la historia del planeta es, finalmente un todo indivisible, pero es la guerra, ambulante y perpetua, la que realiza y garantiza esa unidad de la humanidad largo tiempo soñada. La unidad de la humanidad significa: nadie puede escapar a ninguna parte…

Milan Kundera. El arte de la novela.

…¡Pobre criatura humana!,

Máscara de mil gestos, molino de pasión,

Ensueño matizado con visos de locura,

Canción que quiso tocar los corazones,

Volar hasta los cielos.

No queda mucho más:

El reposo final, la mar, la muerte…

Emma Ruiz, “Fluir”

Subjetividad y sociedad

Al nacer, el humano es mucho menos maduro que los infantes de otras especies y depende de sus cuidadores y del entorno cultural para sobrevivir. Esto da una especificidad al desarrollo humano que se manifiesta, entre otras cosas, en la necesidad de amor y el deseo de formas de encuentro con los otros a través de la vida, y en un permanente conflicto entre la búsqueda de satisfacción de impulsos a través de esos otros y la constricción que exige la cultura como condición de ofrecer la protección de la vida en sociedad. Para volverse sujeto, el neonato humano ha de ser socializado. Entendemos así la subjetividad como el bagaje de complejas soluciones, de mediaciones (que pueden presentarse en infinidad de variantes y combinaciones) tendientes a resolver la contradicción entre pulsiones que buscan ser satisfechas y exigencias culturales. La subjetividad se gesta y se manifiesta en gran parte desde el inconsciente y no es una solución única y definitiva, sino la compleja expresión de cada humano en su encuentro con la cultura, que se transforma permanentemente a través de la experiencia en la vida y en la interacción con otros.

En De la violencia a la crueldad, Francisco Pereña alude también a la evolución específica del ser humano, que lo llevó a crear cultura y a depender de su obra cultural, y la define como una “quiebra de la ley natural” que implica que el sujeto viviente “nunca consigue escapar del empuje a la satisfacción y esa satisfacción desorientada se impone contra la concordia del amor” (Pereña, 2004: 26).

Otras especies animales responden a instintos que los llevan a comportarse de acuerdo a pautas predecibles, estereotipadas. Sus impulsos sexuales, por ejemplo, se activan en forma cíclica sólo durante los periodos en que las hembras son fértiles; el ataque es instrumento para la supervivencia y la reproducción y no se desborda en luchas innecesarias. Los instintos humanos, en cambio, se fueron diluyendo. Nuestro cerebro creció. Nos volvimos seres simbólicos, fantasiosos, complejos, abiertos a la vida y a la creatividad. Nuestra sexualidad se desligó de ciclos de regulación natural, surgió el deseo y la desazón ante la imposibilidad de colmarnos, la gama de nuestros sentimientos se hizo amplia, experimentamos la violencia de un desamparo que nos desconcierta: somos vulnerables, separados, urgidos de consuelo y amor. Así, capaces de reflexión sobre nosotros mismos, aunque inmersos en un mundo de inconsciencia, gestamos instituciones que tendrían que fungir como dispositivos para regular —hasta cierto punto— comportamientos e interacciones humanas. Pero tales instituciones se vuelven con gran frecuencia contra nosotros en formas de crueldad socialmente organizada. La historia de la convivencia humana está marcada por conflictos graves, guerras, explotación, genocidios.

Rousseau, Kant, Marx —con otros visos (la dictadura del proletariado que tras la toma violenta del poder llevaría a la creación de un mundo humano más justo que éste que vivimos)— y muchos más, soñaron la conquista de una interacción humana armónica, de una sociedad que acogería a los sujetos calmando sus angustias, satisfaciendo sus necesidades. Freud, al postular la permanente lucha de pulsiones de vida y pulsiones de muerte, apuntó a la realidad de un sujeto humano irremediablemente abierto, perplejo, descentrado, con una soledad que sólo puede franquear parcialmente en encuentros pasajeros con otros, al que ninguna realidad social puede colmar.

Intentos históricos de sociedades “unitarias”, “perfectas”, libres en su interior de un mal que han pretendido expulsar proyectándolo en los diferentes, han dado por resultado guerras, genocidios, devastación. “Es como si una tierra que tuviera la aspiración de la felicidad deviniera, en el propio seno de esa promesa, en escenario del terror” (Pereña, 2004: 46).

¿Qué alternativas tenemos contra tendencias totalizadoras que pretenden borrar las diferencias que entrañan las tramas simbólicas distintas y ordenar la sociedad imponiendo la crueldad de un orden tiránico que busca someter sin respetar las voces disímiles de los sujetos, sin escucharlos en su singularidad? Nos quedaría la opción de la aceptación del trauma de nuestra incompletud, nuestra soledad y la búsqueda de formas de convivencia en las que mediando, negociando, apelando a la experiencia lográramos “sostener ese desajuste, mantener la disparidad proteica, como diría Rousseau, en el seno del vínculo social. Ese sería el último baluarte contra la barbarie” (Pereña, 2004: 32-33).

Sujetos a la posmodernidad

El cambio cultural se ha acelerado. Tal aceleración es producto, entre otras cosas, de los notables progresos tecnológicos y del avance de la globalización.

La transformación de tramas de sentido a una velocidad inédita fue un factor decisivo en la debilitación de una antigua concepción de las culturas. Éstas eran consideradas entidades relativamente fijas, cerradas en sí mismas y propiciadoras de cohesión grupal. Las migraciones multitudinarias y la propagación de información a lo largo y ancho de la Tierra en cuestión de segundos, son factores que han impulsado el reconocimiento de que, aun al interior de instancias que se presumen políticamente unificadas, la pluralidad étnica y cultural está presente. El siglo xxi está marcado por una multiplicidad de fenómenos de diferenciación y recomposición cultural y, digámoslo, también por manifestaciones de resistencia a la interculturalidad, a la aceptación y convivencia con un otro que ya no puede considerarse tan diferente como les parecieron, por ejemplo, a los españoles los aborígenes al llegar al que sería calificado significativamente como “nuevo mundo”.

La dialéctica entre la producción de imágenes culturales que permitan gestar cohesión social propiciando identificaciones entre los miembros de una comunidad, y el debilitamiento y desincorporación de ciertos contenidos culturales que se diluyen, no puede neutralizarse. Las culturas se transforman en el contacto de los sujetos con la realidad, que presenta siempre retos y novedades, y con otras formas sociales, diferentes, de concebir el mundo.

En la posmodernidad los Estados-nación y sus símbolos rectores han ido perdiendo su lugar directriz frente a un mercado que se impone para establecer formas de organización donde la economía, la ley de la oferta y la demanda, la búsqueda del rendimiento y la mayor ganancia posible de los emporios transnacionales, inciden en las formas de vida de los sujetos.

Lo anterior tiene efectos sobre las subjetividades, pues el mercado no proporciona un orden simbólico articulador que sirva de contención a los sujetos (exigencia sine qua non de la subjetivación). Su apuesta es por la optimización de las ganancias de los monopolios y los grandes capitales. Parece no existir una lógica coherente de derechos y obligaciones sociales, sino más bien un consumismo a ultranza, que no se somete a las leyes de regulación de las relaciones y vínculos entre los humanos. El mercado genera la ilusión de que el otro es prescindible, de que el bienestar deriva sólo de la capacidad de autogestión y no del lazo social, del vínculo con los semejantes. Se minimiza la significación de fundar la autoestima, la confianza, en el sentimiento del propio valer y en los afectos que experimentamos por los otros.

Sin contrapeso efectivo a nivel macro en el mundo de principios del siglo xxi, el neoliberalismo, el régimen del libre comercio, el capitalismo “salvaje” y las ideologías y propaganda que los sustentan, prevalecen ya en la mayoría de las sociedades del mundo. Considerando los efectos que la sociedad del libre mercado tiene en los sujetos, opina Pereña: “El aislamiento, el desamparo, el desconcierto, las exigencias del éxito y del consumo, la confusión mental y sentimental, el miedo, todo eso se ha visto favorecido por un sistema que, escondido, ha convertido a sus miembros en engreídos botarates para quienes la única vanagloria y la mayor satisfacción es tener poder adquisitivo”. Y cierra su reflexión aludiendo a la necesidad de relaciones, de sensibilidad, de compasión que tiene “el desorientado consumidor, angustiado ante tan arbitrario sistema de recompensas” (Pereña, 2008: 223).

En nuestro mundo globalizado escasean los lazos sociales firmes y duraderos. Se han diluido discursos que se ocupen de interpelar, nombrar, convocar a los sujetos, asignándoles un lugar en la trama social y habilitándolos para la constitución de sus propias metáforas. Para los sujetos el aislamiento implica falta de recursos para enfrentar su vulnerabilidad, falta de asideros sólidos para aprender a pararse sobre sus propios pies, y da lugar a síntomas como el incremento de la drogadicción y las explosiones de violencia o la búsqueda de nuevas formas de fundamentalismo que exaltan la fantaseada omnipotencia y llevan a los que asumen creencias y prejuicios absolutistas a proyectar hacia otros, que no comparten la narrativa considerada salvadora, única válida, inapelable, las partes temidas o no deseadas de ellos mismos.

Martín Barbero (2002) alude al cambio actual en lo que denomina “la naturaleza del proceso” en las conformaciones grupales: se crean comunidades híbridas, muchas de ellas de carácter provisorio, en las que se mezclan sujetos de tradiciones culturales muy diversas que emigran, no sólo en el espacio sino —podríamos decir— en el tiempo, viéndose obligados a compartir ciertas leyendas y la carencia de modelos y proyectos viables para el futuro. El riesgo en tales grupos es que predomine la intolerancia, la incompetencia para manejar conflictos, producto de las diferencias y de la falta de proyectos y perspectivas viables para la supervivencia y la vida comunitaria con relativa armonía.

En relación a la dialéctica de la identificación de los sujetos, por un lado con la hibridez cultural que prevalece en el mundo actual y por el otro costado con los semejantes con los que se comparte un territorio, con los prójimos geográfica e históricamente próximos, con las pautas de socialización promovidas en el ámbito local, Machuca dice:

Paradójicamente, con la globalización se refuerzan dos tendencias: una, la cosmopolita y otra de reforzamiento de valores e identidades vernáculos. La revaloración local y regional se afirma conforme se desarrolla un proceso de mundialización con el que se establece un nuevo nivel de articulación, distinto de la territorialidad nacional y sus gradaciones tempo-espaciales de jerarquía y centralidad. De hecho, en la actualidad, se atestigua una revitalización del fundamentalismo religioso-cultural en el corazón mismo de las metrópolis receptoras (de sujetos inmigrantes, E. R.), donde se comprueba el reforzamiento de aspectos de relocalización o reconstitución física de los espacios sagrados (por ejemplo el rezo colectivo en dirección a la Meca, representado en las calles de París) (Machuca, 1998: 32).

La exclusión social y sus efectos siniestros

El alemán Ulrich Beck fue el primer teórico en alertar, en 1986, sobre los cambios que estaban afectando drásticamente a las nuevas generaciones y que no habían sido advertidos por las ciencias sociales. Expuso sus observaciones y sus tesis en su libro Risikogesellschaft. Auf dem Weg in die andere Moderne. Entre las características de las sociedades en transformación destacaba el hecho de que el capital, liberado de normas que anteriormente contenían su avance, estaba generalizando su dominio en la sociedad a costa del Estado rector, produciendo efectos de mercantilización en la educación, la ciencia y los derechos. Los grupos marginados se estaban depauperando progresivamente por la flexibilización del trabajo, la disminución de oportunidades de empleo y la pérdida de conquistas sociales de los trabajadores. El avance del pensamiento mercantilista, apuntaba Beck, estaba dando lugar a una desinformación y deseducación progresiva de la población. Las instituciones de la modernidad estaban en crisis, llevando a poner en riesgo el pacto social. En suma, la crisis ecológica, política y social se estaba profundizando, gestando lo que él definió como “sociedad de riesgo”, en la que el potencial de caos y destructividad se estaba incrementando.

Quince años después de la aparición del citado libro de Beck, Gertrud Hardtmann, en su artículo “La funcionalización de la víctima como ‘contenedor’. Juventud de extrema derecha y violencia”, postula que estamos ante una corriente de racismo y radicalismo de derecha (u otras clases de fundamentalismo) que se alimenta de diversas fuentes que apuntan todas en la misma dirección: ejercer violencia contra seres humanos que visible y acústicamente pertenecen a una minoría y son tomados por sorpresa en el ataque, por lo que quedan expuestos a él con diferentes grados de imposibilidad para defenderse. La autora postula que el citado fenómeno se ha extendido rápidamente y se produce en todo el mundo, tanto en países altamente industrializados como en los que están en vías de desarrollo (Hardtmann, 2001: 1027). Por su parte Günter Lempa, en El ruido de los no-deseados, habla del medio necesario y artificial que cada ser humano necesita con mayor urgencia que el alimento y la satisfacción sexual, a fin de vivenciarse a sí mismo como existente. Postula que el aparato de autocontrol que la vida en comunidad y la propia existencia hacen posible en cada ser humano es una estructura de sentido que tras la infancia es compartida por sujetos pertenecientes a un grupo que asumen, aunque mediadas por sus diferencias individuales, ciertas tramas simbólicas culturales. El sujeto ha de sentirse comprendido, reconocido en su existencia y asegurado por el colectivo, a fin de signar el contrato civilizatorio. Sólo así se hace posible la realización del contrato social, que garantiza el comportamiento civilizado. Si no se logra obtener un lugar en la sociedad, tener su parte de beneficios, su reconocimiento en una medida que se viva como significativa y justa, surge pánico social y se disuelve la lealtad, se da un debilitamiento de la liga con la comunidad que bajo ciertas circunstancias puede tomar formas regresivas. Señala luego que en las sociedades posmodernas, en las que el Estado ha contraído sus funciones de protección de los ciudadanos (debilitamiento del llamado “Estado social”) y se ha debilitado la función de la familia como sistema de seguridad, los conflictos sociales tienen un potencial explosivo (Lempa, 2001: 66).

Los psicoanalistas ingleses Winnicott y Bion dieron cuenta, ya en los años sesenta del siglo pasado, de la función de sostén (“holding”) (Winnicott, 1965) y “contención” (Bion, 1962) que la sociedad cumple para los sujetos, no sólo para su sobrevivencia física, sino para su integración y desarrollo psicológico; señalando que si la sociedad se vive como incapaz de percibir tal función, surgen angustias existenciales que pueden llegar hasta las raíces de la angustia social, hasta el pánico de ser abandonado, expulsado. A este nivel se renuncia al autocontrol e incluso la lógica puede ser vivida como un poder ajeno y engañoso.

Recientemente, en Fragmentos de la vergüenza, Francisco Pereña ha calificado a la sociedad posmoderna como “cada vez más insensible, sin vida pública, pero también sin intimidad” y un poco más adelante se refiere a la angustia como “afecto aterrador del presente […] en sujetos que no han podido construir un espacio libidinal íntimo” (Pereña, 2008: 180-181).

En la sociedad global del siglo xxi, millones de sujetos han sido expulsados de todo lugar social, algunos viven en refugios provisorios, sin documento de identidad que los ligue a un Estado o comunidad, vacíos de sentidos, sin un proyecto propio, carentes de futuro. Sobreviven con la limosna que tal sociedad global les da a los exiliados del mundo en los campamentos en los que ellos se vuelven “cadáveres ambulatorios”, cuerpos despojados de subjetividad.

Los sujetos que carecen de un lugar social para su bienestar y desarrollo, que sienten que la sociedad no les aporta casi nada, pueden buscar refugio y anestesia para sus angustias en grupos marginales. En ellos pueden llegar a experimentar resguardo, pertenencia, reconocimiento. Se dan procesos de identificación y protección entre los diversos miembros, por ejemplo de bandas callejeras de jóvenes, a través de los cuales los sujetos sienten adquirir una identidad que se manifiesta externamente en las insignias de las que se proveen y en la lucha con grupos diferentes, a los que consideran sus enemigos.

Cuando en Estados en que la migración ha dado lugar a comunidades multiculturales las revueltas sociales o la precariedad económica-política ponen a los sujetos ante la amenaza de que se resquebrajen los cimientos de la cohesión social, se despiertan en ellos angustias arcaicas de abandono, de estar a la deriva, expuestos a todo tipo de riesgos que pueden amenazar su integridad. Tales ansiedades llevan, primeramente, a los sujetos más frágiles a la búsqueda de insignias y/o creencias que puedan representarles mágicamente la salvación. Las diferentes etnias pueden apelar a su historia, sus mitos de origen, sus leyendas, y tener la tentación de luchar por supuestos purismos que los librarían de las amenazas que penden sobre ellos, viendo en los otros —los diferentes— la supuesta causa del desequilibrio social. Con la angustia extrema la capacidad de juicio crítico se ve perturbada y los sujetos operan impulsivamente y bajo consignas del tipo: “sólo sobrevive el más fuerte”.

Para que actitudes xenofóbicas y racistas se conviertan en brotes de crueldad, Lempa postula que opera una “serie complementaria”, en la que la disposición del sujeto a agredir al otro, sobre el que proyecta partes temidas y reprimidas de sí mismo, es muy importante cuando la amenaza de desintegración social no es muy fuerte. Por el contrario, cuando la precariedad social aumenta y la amenaza de ruptura del pacto social parece inminente, va perdiendo importancia la especial predisposición de los sujetos de agredir a los diferentes, generalizándose la angustia y la búsqueda de salidas mágicas y potencialmente destructivas a una gran parte de los integrantes del grupo en riesgo (Lempa, 2001: 70).

La capacidad de identificarse con otros sujetos, distintos de los que juntos comparten experiencias culturales y de socialización, presupone haber atravesado un desarrollo que lleve al sujeto a la diferenciación, al sentimiento de valer por sí mismo, al potencial de ejercer pensamiento crítico. Sobre tales bases se gesta la figura del semejante, la aceptación de una igualdad fundamental de todos los humanos. Tal figura del semejante —aunada a la agudeza del pensamiento crítico— es la que ha posibilitado a algunos sujetos oponerse a ideologías fundamentalistas, a regímenes totalitarios mortíferos. Muchos de los críticos del nazismo, por ejemplo, tuvieron que buscar el exilio en culturas cuyas tramas simbólicas permitían la apertura, la tolerancia, la aceptación del otro, el respeto de lo diferente, la asunción de la destructividad implícita en ofertas omnipotentes salvadoras, y la realidad de una vida con limitaciones, de una condición humana marcada por los inevitables errores, la carencia, el desconcierto, la pérdida y el deseo, pero abierta al consuelo del encuentro y el amor.

La realidad social del siglo xxi nos pone ante la pregunta de cómo podemos los sujetos resistirnos al mercantilismo a ultranza, al “purismo” del libre comercio, a un consumismo que tiende a convertir incluso a los sujetos en moneda de cambio. Difícil cuestión, ya que, como Pereña sugiere: “El acto mercantil no tiene que preguntarse por su relación con la sociedad, sólo responde ante sí mismo, pero encierra en sí mismo todo lo social por su inclusión en una red que se extiende y propaga como una epidemia sin límite interno” (Pereña, 2008: 229).

Nuevas formas de crueldad y genocidio

En El fin de la ilusión de autonomía, Daniel Feierstein cuestiona acerca de la posibilidad de que las prácticas sociales genocidas se hayan instalado en la modernidad como un procedimiento que sirve a las nuevas tecnologías del poder. Diferencia además el genocidio moderno del que históricamente ocurrió en experiencias de colonización.

Dice del genocidio moderno:

Apunta su práctica simbólica y material hacia lo que se considera como el “interior” de la sociedad. Es un modelo de eliminación del otro pero ya no de otro que era pensado como otro externo, ese otro de las colonias, ese otro claramente ajenizado y que se construía como exótico e inferiorizante, sino que aparece un modelo distinto, basado en la lógica degenerativa, un modelo de construcción de otro interno, otro que es el vecino y que atenta contra la propia vida biológica de la especie (y esto basado en una visión conspirativa y ya no inferiorizante de sus objetos de estigmatización). Es decir, otro que tiene que ser eliminado en términos de su peligrosidad y no necesariamente en términos de su inferioridad (Feiersten, 2000: 11).

En la visión de Feierstein, el genocidio moderno busca, más que eliminar un grupo o fuerza social, acabar con la posibilidad de relaciones de paridad, de igualdad con sujetos autónomos pertenecientes a un núcleo de poder diferente, desaprobado, y que son solidarios entre ellos.

Un rasgo que caracteriza a sujetos que se han vuelto víctimas del genocidio moderno es que hacen uso de su autonomía en algún ámbito social. Los promotores del genocidio buscan quebrar dicha autonomía, someterlos. Y el afán de sometimiento es buscado al extremo: se pretende la eliminación de ese otro que hace uso de su derecho a ser diferente y representa una competencia temida a la luz de la lucha de lugares (territoriales, de trabajo, de tribunas de expresión, de tramas culturales, etcétera).

Las víctimas de un genocidio moderno son objeto de una serie de presiones que describimos aquí parafraseando a Feierstein: primero las víctimas son estigmatizadas, marca-das como degeneradas, indeseables, amenazantes, etc., marca que en algunos casos se concretiza materialmente, como en el caso de los judíos de la Alemania nazi, obligados a llevar adherida a su ropa una estrella. Marcados, son identificables para ejercer sobre ellos el rechazo. A la par se entrena al grupo social y se ponen en práctica acciones de hostigamiento. Se busca también aislar a las víctimas, recluirlas, debilitar sus lazos sociales con sus compañeros de grupo a través del terror. Se va quebrando su resistencia a través de la brutalidad, la denigración, el tormento. Se persigue su extinción física y luego se propicia su desaparición simbólica. Cito de nuevo a Feierstein:

Una vez actuado el exterminio, fundado en la destrucción (a través del terror y el aniquilamiento) de las relaciones de reciprocidad entre pares, el genocidio moderno continúa su acción a posteriori por medio de lo que podríamos llamar mecanismos de realización simbólica. La eliminación y negación material de los cuerpos que representan esas relaciones de autonomía no termina de realizarse, no termina de definirse, si no hay una posterior negación simbólica de esos cuerpos. Lo que comienza a aparecer en los discursos posteriores al genocidio es toda una lógica de construcción de la no existencia de esa relación social ni siquiera como memoria (Feierstein, 2000: 13).

Genocidio de Srebrenica

En julio de 1995, durante la guerra de Bosnia, se produjo el asesinato masivo de 8,000 personas de etnia bosnia en la región de Srebrenica. Los ejecutores fueron el ejército de la República Srpska (vrs) y un grupo paramilitar serbio. Los hechos ocurrieron en una zona declarada “segura” por la onu, dado que se encontraba bajo la protección de 400 cascos azules holandeses. Los serbios pretendían conseguir la “limpieza étnica” de la ciudad. El hecho fue calificado como genocidio por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia. Constituyó el mayor asesinato masivo en Europa después de la segunda gran guerra (denominada “mundial”: 1939-1945). El encargado de presidir el juicio, Theodor Meron, hizo declaraciones que dan cuenta del genocidio, dejando asentado que la intención de la matanza era eliminar a una parte de la población bosnia musulmana y con tal fin fueron seleccionados cuarenta mil miembros de tal grupo poblacional considerados particularmente representativos de su etnia y de su religión. Los prisioneros, de sexo masculino y de edades muy diversas, fueron despojados de sus posesiones e identificaciones, y asesinados deliberadamente en razón de su identidad y de su grupo de pertenencia (Meron: 1998).

Los acontecimientos que desembocaron en el genocidio de Srebrenica se fueron perfilando ya desde los inicios de la década de los noventa. En 1991 la República de Bosnia-Herzegovina hizo una declaración parlamentaria de soberanía el día 15 de octubre y fue reconocida por la comunidad Europea y por los Estados Unidos como independiente, pero a pesar del reconocimiento internacional estalló una feroz lucha por el control territorial entre los tres grupos mayoritarios de la población del país: los bosníacos (musulmanes), los serbobosnios (ortodoxos) y los bosnicroatas (católicos). En el este de Bosnia, en la zona fronteriza con Serbia, la lucha fue encarnizada entre bosníacos y serbios.

Fue en 1992 que arrancó la llamada campaña de limpieza étnica. El conflicto entre bosníacos y serbios partió de la insistencia de los serbios en ganar una parte del territorio de Bosnia para su Estado durante la desmembración de la antigua Yugoslavia. Su pretensión era agrupar a todos los serbios en un mismo Estado y evitar un enclave bosnio dentro de sus zonas de poder. Comenzó una eliminación de los bosnios a fin de alcanzar una mayoría numérica de serbios, que les permitiera quedarse con el deseado territorio cuando hubiese ocasión de hacer un nuevo reparto de la región: en Srebrenica, cuya población era de mayoría bosnia, el ejército serbo-bosnio y algunos grupos paramilitares tomaron control de la ciudad matando y expulsando a civiles bosnios a principios de 1992.

En mayo de 1992 el ejército de Bosnia-Herzegovina retomó Srebrenica, pero no logró unir su zona de influencia con el territorio bosnio principal del oeste y así Srebrenica permaneció como una isla vulnerable rodeada de territorio serbio.

Enero de 1993 estuvo marcado por la captura por parte de las tropas bosnias de una base serbo-bosnia, perpetrando durante la operación importantes matanzas entre la población civil serbia. Tales hechos agudizaron el conflicto entre bosníacos y serbios.

El ejército serbio se reorganizó y logró sitiar la ciudad de Srebrenica. No había siquiera suministro de agua corriente y la comida, las medicinas y otros productos esenciales eran extremadamente escasos.

En marzo de 1993 el general francés Philippe Morillon, comandante de las Fuerzas de Protección de las Naciones Unidas, visitó Srebrenica y antes de partir hizo pública la declaración de que la ciudad estaba bajo la protección de la onu; sin embargo, para la prometida protección no se estableció elemento alguno, consistente, de carácter militar. Además, los comandos ahí establecidos sólo estaban autorizados a usar la fuerza en defensa propia y no de los civiles a los que se suponía estaban obligados a proteger.

A principios de 1995 cada vez menos convoys de suministros conseguían entrar en la ciudad. En marzo el vrs (ejército serbio) recibió la orden de crear, mediante operaciones de combate bien planificadas, una situación de inseguridad tal que no hubiera esperanza alguna de supervivencia para los habitantes de Srebrenica.

En julio de 1995, al no ser atendidas peticiones urgentes para que fuera reabierto con carácter de urgencia el corredor humanitario de la ciudad, empezó en Srebrenica la tragedia del hambre (el 7 de julio se notificó la muerte de ocho habitantes por hambre).

El 11 de julio la ciudad fue sometida por los serbios y 25,000 civiles, en su mayor parte mujeres y niños, emprendieron la huida hacia la fábrica de baterías de Potocari, que era en ese tiempo el cuartel general de los cascos azules. Potocari estaba a cinco kilómetros al norte de Srebrenica y fueron ahí con la intención de ponerse bajo la protección de los soldados de la onu. Al mismo tiempo 15,000 civiles, hombres y combatientes del ejército bosnio, trataron de escapar de la amenaza que se cernía sobre ellos emprendiendo la huida a través de los bosques hacia la población de Tuzla.

La otan planificó operaciones de defensa de Srebrenica, pero las canceló cuando el ejército serbio amenazó con matar a 55 soldados holandeses que habían sido tomados como rehenes, así como con bombardear la fábrica de Potocari, donde además de los civiles resguardados se encontraban los soldados holandeses de las fuerzas de protección de la onu.

El resultado, lo sabemos: el asesinato de alrededor de 8,000 personas de etnia bosnia (Wikipedia).

“Anna”: el recorrido de la barbarie

Investigando el fenómeno de la dádiva, ya en 1925 Marcel Mauss dio cuenta de la importancia de considerar el objeto que se investiga desde las diversas perspectivas que lo afectan (económica, estética, religiosa, etc., que confluyen en la cultural): “fait social total”. En 1950 Lévi-Strauss fue un paso más allá al enfatizar que para comprender a fondo el “hecho social total” es necesario indagar la manera en que tal hecho afecta a los sujetos que lo experimentan:

[...] pues la única garantía de que un hecho social total corresponde a la realidad y no es una acumulación arbitraria de detalles más o menos ajustados a la verdad consiste en que pueda ser aprehendido en una experiencia concreta, por lo pronto la de una sociedad en espacio y en tiempo: “Roma”, “Atenas”; pero también la de un sujeto de una de estas sociedades […] Nunca podemos estar seguros de haber encontrado el sentido y la función de una institución, si no estamos en condiciones de revivir su efecto en un sujeto […] Que el hecho social ha de ser total no sólo significa que todo lo que es observado es una parte de la observación, sino también, y sobre todo, que en una ciencia en la que el observador es de la misma naturaleza que su objeto de estudio, el observador mismo es una parte de su observación (1950: 21).

En el primer semestre del 2003 hice una estancia académica y de investigación en la Universidad de Bremen, Alemania, y tuve la oportunidad de ser observadora participante en “Refugio”, un centro de atención para refugiados e inmigrantes en la misma ciudad. Me tocó acompañar a Ingrid Koop, psicoterapeuta de dicho centro, en el apoyo a una joven mujer bosnia que sobrevivió al genocidio de Srebrenica.

La participación en el equipo psicoterapéutico de apoyo a “Anna” (como he llamado a la joven para efectos de discreción) nos permitirá comprender los efectos en los sujetos de los horrores de la pretendida limpieza étnica, y a la vez reflexionar sobre los beneficios que representa encontrar en el espacio terapéutico la hospitalidad requerida por todo humano. Sentirse acogida, ser objeto de respeto y consideraciones, ser tomada en cuenta como sujeto, aceptada en sus diferencias, escuchada por otros en espacios interculturales, fueron para Anna puntales de elaboración de una experiencia destructiva y traumatizante en grado extremo.

Damos cuenta en seguida de la experiencia como Anna nos la transmitió a lo largo de su psicoterapia.

Éxodo, sufrimiento y supervivencia de Anna

Anna es una mujer muy bella y joven. Tiene la apariencia de una adolescente lastimada por la vida, que desea mantener su dignidad por sobre todas las cosas. A partir de su salida de Bosnia para pedir refugio en Alemania, empezó a experimentar inapetencia extrema y a sufrir de vómitos cuando lograba ingerir alimentos. Afectada por tales síntomas, acudió a “Refugio”, en donde fue acogida para recibir psicoterapia. El curso de ésta nos permitiría percatarnos de cómo la segunda huída de Anna de su pueblo, acompañando a su marido, la remitió a la experiencia, para ella mucho más traumática, y que nunca había tenido oportunidad de elaborar, de su estancia de tres días en Potocari, donde tuvo lugar el genocidio de 1995. Cuando en la entrevista inicial la psicoterapeuta pregunta a Anna cómo está, ella responde “pues estoy”, dando a entender, “sobrevivo”.

Invitada a narrar su historia, Anna hace una especie de síntesis de lo que ocurrió en Srebrenica:

Yo vivía en un pueblo, Srebrenica, y no tenía que preocuparme de cosa alguna. Mi padre trabajaba en una fábrica y resolvía todo para nosotros. Desde que tenía 11 años, se acabó esa situación “idílica” en la que no tenía que preocuparme por nada. Empezó la guerra y las cosas fueron empeorando. A una de mis hermanas le tocó presenciar cómo mataban a su maestra, a los niños no nos pasó nada, pero mi padre consideró que la situación era ya demasiado peligrosa y dejamos de ir a clases. Al poco tiempo tuvimos que huir, dejamos nuestro pueblo. Los chicos “nos detuvimos con nuestra mamá” en una zona que fue declarada “segura” por la onu. Por unos conocidos nos enteramos luego de que mi padre tuvo que salir huyendo por el bosque, lo hirieron y lo último que supieron fue que le dijo a su acompañante de viaje que siguiera avanzando, que él iría a su ritmo y si no podía más se mataría, a fin de no ser maltratado y asesinado por los serbios. No volvimos a oír nada de él. Mi madre y mis hermanos están actualmente (2003) a salvo en Bosnia.

Nací en 1980 y los ataques de la guerra llegaron directamente a mi pueblo en 1995, cuando yo tenía 15 años, pero ya mucho antes los hombres salían a frentes en otros puntos. Nos alegrábamos cada vez que regresaban ilesos.

Koop pregunta qué defendían, Anna dice:

Nuestro derecho a nuestras formas de vida y prácticas como musulmanes. En la guerra hirieron a mi tío y no pudieron salvarlo por falta de recursos médicos, regresó ya muy mal y pidió a mi padre que buscara al médico. Éste dijo que de tener lo necesario para operarlo podría salvarlo, pero no era el caso y murió después de unos días. Para mí siempre es mejor sacar “esas cosas” que dejarlas dentro. Quiero hablar de todo lo que vi con mis propios ojos y viví cuando tuve que dejar mi pueblo, durante el camino y los días que nos quedamos en Potocari.

El relato fue intenso, dramático, doloroso:

Cuando empezaron a llover granadas en mi pueblo, tuvimos que pensar en dejarlo. Fue muy triste, todos lloramos, pues pensamos que sería la última vez que lo veríamos. Salí con mi madre y todos mis hermanos (incluyendo una bebé de ocho meses) rumbo a la fábrica de Potocari, que no estaba muy lejos. Mi padre días después trató de huir por el bosque, pero cuando salimos mi madre y los niños todavía luchaba en la resistencia. Al día siguiente de que nos fuimos regresé a mi casa por víveres, acompañada por una tía y otra chica del pueblo. Los niños tenían hambre. Mi padre había matado algunos animales y tenía la carne lista para que la lleváramos y algunos otros alimentos. También dejó carne para él y los tíos que resistían. Mi padre me dijo que esperara, sólo me dijo así, pero era para ir a traerme el dinero que tenía y que quería que llevara a mi madre, yo lo sabía. Pero mientras esperábamos a que regresara, los serbios empezaron a incendiar las casas, entonces nos fuimos rápidamente, sólo con la bolsa de alimentos. Mi padre había soltado a las vacas que quedaron después de las que sacrificó para entregarme la carne.

Ingrid preguntó si era para que dieran leche. Anna responde:

No, había que soltarlas porque ya nos íbamos y hubiera sido un pecado dejarlas atadas, ellas tenían que poder moverse.

Ingrid inquiere si tuvieron que salir entre bombas y granadas, a lo que Anna responde:

No, no tuvimos que salir entre bombas, todavía teníamos nuestros caminos. Nos ofreció llevarnos a Potocari un chofer de Bosnia. Nos subimos y nos dimos cuenta que llevaba oculto, como podía, a un muchacho joven. La situación más peligrosa era para los hombres. Se acercaron serbios con la intención de revisar el camión, pero llegó una de sus autoridades y les dijo que el chofer estaba transportando mujeres, que liberara el paso. Nos salvamos por segundos. Nos tocaba ver muertos por todos lados. Mi tía, la chica de mi pueblo y yo nos encontramos con mi madre y los niños. Todo era movimiento de gente que huía. Los edificios de la fábrica se llenaban de gente que buscaba dónde pasar la noche, casi todos eran mujeres, niños y ancianos. A los hombres se los llevaban y los mataban.

Ya en Potocari al atardecer, como no encontramos lugar para dormir en las fábricas, que estaban atestadas, mi madre nos dijo que nos acomodáramos en un prado que colindaba con uno de los edificios, que era en el que había trabajado mi padre. Estábamos ahí cuando llegó un serbio a decirnos que no nos quedáramos en ese lugar, que podía llevarnos a un sitio donde ya no estaríamos en peligro. Ese hombre no nos habló mal sino con amabilidad, pero luego se fue y pasamos la noche en el rincón que habíamos elegido. Al día siguiente hacía mucho calor, los niños tenían sed, pues ellos no comprendían todo lo que pasaba, y a ellos no puedes darles razones para que esperen, así que a mi prima y a mí nos tocó ir a las casas que había en esa zona a conseguir agua. A una prima un poco más grande que yo la violaron, se la llevaron y nunca la hemos vuelto a ver.

Mucho de lo que digo estaba olvidado, pero ahora vuelven los recuerdos, y cuando no lo hablo entonces sueño, tengo pesadillas. Yo sólo narro lo que vi con mis ojos. Me sirve compartir esas experiencias sobre todo porque siento que me escuchan con mucha atención.

El primer día en Potocari no fue tan malo, pero el segundo fue terrible, los niños tenían sed y no había agua para darles. Una vecina que nos encontramos nos dijo a mi prima y a mí que podíamos conseguirla en una casa a la que era posible acceder. Nos indicó cuál era; fuimos allá y mientras tomábamos agua vimos que por debajo de una puerta corría sangre, llenamos apenas a medias el recipiente que llevábamos y las dos quisimos irnos ahí lo más rápido posible, pero saliendo de la casa nos topamos unos hombres serbios que nos retuvieron, pusieron bombones en la punta de unos cuchillos y nos dijeron que no nos iban a dejar ir hasta que los comiéramos, pero sin tocarlos con la mano; tuvimos que comerlos directamente del cuchillo, estábamos terminando cuando apareció un hombre corpulento que era uno de los principales organizadores de la “limpieza étnica”, lo reconocí porque lo había visto varias veces en la televisión. Ese hombre dijo a los dos que nos retenían que nos dejaran ir preguntándoles si no se daban cuenta de que éramos unas niñas… sí, éramos unas niñas, ¿qué querían con nosotras?

Ingrid: “Ustedes se sentían como niñas, interiormente lo eran, pero esos hombres veían en ustedes a las jóvenes mujeres”.

Tras ese comentario, Ingrid retoma la escena de la sangre que brota por debajo de la puerta y confronta a Anna con sus fantasías, le pregunta qué se imaginó que pasaba.

Anna se queda en silencio un momento y luego comenta: “Pensé que dentro había muertos, tal vez hombres de mi pueblo o tal vez los dueños de la casa que habían sido atrapados tratando de huir y luego asesinados.”

Anna logra confrontarse con sus fantasías, volverlas conscientes, verbalizarlas.

Continúa su narración:

Mi prima y yo regresamos con nuestra familia, pero hubo luego peores momentos. Llegaron otros serbios a donde estábamos y tomaron a otra prima mía un poco mayor que nosotras, ahí delante de todas la violaron y luego se la llevaron. Mi tía lloraba y gritaba desesperada y en cuanto salieron los hombres escondió a su otra hija como pudo, entre las cosas que llevábamos. Yo sentí miedo, muchísimo miedo; pasado un rato volvieron los hombres y me dijeron: “ahora te toca a ti”, entonces mi madre se enfrentó a los hombres y les dijo que no dejaría que me llevaran pasara lo que pasara, que si querían la mataran, y se sentó encima de mí, entonces ellos se la llevaron a ella a donde se habían llevado a mi prima, que ya no había regresado y que nunca más volvimos a ver. Yo creo que a ella la mataron, pues si no ya hubiéramos tenido noticias de ella en el tiempo que pasó. Fue terrible cuando se llevaron a mi mamá, yo me quedé como ausente, paralizada de terror, tenía a mi hermana bebé en mis brazos, pero no sabía ni qué hacer con ella, la niña lloraba y lloraba. Por fin, después de un rato trajeron de regreso a mi madre, pero ella era una mujer distinta de la que se habían llevado, estaba lívida, lastimada, sangrante.

Las dos sobrevivimos, mi madre y yo, pero ahora ella padece muchos dolores como consecuencia de los golpes que recibió.

Anna sigue:

Más tarde tuve que ir de nuevo a tratar de conseguir agua, pero no encontraba por ningún lado y tuve que tomarla del río; los niños pedían agua, tenían mucha sed y hambre. Unos serbios le habían ofrecido pan a mi madre, pero ella no quiso tomarlo, les dijo que primero veía a sus hijos morir de hambre que tomar de ellos pan. Entonces había que conseguir por lo menos agua y mientras caminaba buscándola vi muerto a un hombre que era nuestro vecino y pensé: “a este hombre yo lo conocí”, pero luego ya no estaba segura de si lo había visto realmente o sólo lo había imaginado, pero escuché que muchas mujeres de las que estaban cerca de nosotras también dijeron haberlo visto.

Ingrid le hace notar a Anna cómo entre tanta experiencia terrible que había vivido, una tras otra, en ocasiones era ya difícil distinguir lo que percibía y lo que imaginaba.

Sí, era terrible, yo me sentía confusa, sufrí enormemente junto con mi familia ese segundo día en Potocari. También ese día llegó a donde estábamos un serbio que había sido amigo de mi padre, pero en cuanto nos dimos cuenta que andaba entre la gente nos escondimos. Él iba preguntando a su paso si habían visto a nuestra familia, decía que quería salvarnos, pero nos escondimos porque muchos serbios buscaban a la gente pretendiendo que iban a ayudarla y luego la mataban. Todos sabían que estábamos ahí escondidos, pero dijeron que no nos habían visto. Cuando ya se había ido el serbio, las mujeres empezaron a quemar las fotos de sus hombres, yo no entendía por qué y pregunté, me explicaron que porque cuando los serbios encontraban las fotos se las llevaban para buscarlos y matarlos; también mi madre quemó las fotos de mi padre, pero yo tomé a escondidas una en la que estoy yo con él y la guardé en mi zapato sin decirle a nadie, así quedó una foto que mi madre guarda ahora como tesoro en Bosnia.

Ingrid: “Pudiste salvar la memoria de tu padre junto con su imagen en una fotografía”.

Anna habla, sigue hablando, tiene una necesidad inmensa de narrar, de compartir su profundo dolor. Ingrid le pregunta si nunca ha intentado poner por escrito sus experiencias.

Anna: “No lo necesito, porque todo eso lo tengo guardado en mi memoria”.

Ingrid: “Sí, de eso bien nos damos cuenta, pero a veces escribir es otra forma de ayudarse a ir llevando con un poco de menos peso esas experiencias difíciles y además tú eres testigo de lo ocurrido en Potocari y puedes así dar testimonio de lo que ahí ocurrió”.

En otra sesión, Ingrid aludió a una fiesta luctuosa que hubo en la que se enterraron los restos de 1,000 víctimas de Potocari en días pasados.

Anna: “Sí lo supe y llamé por teléfono a mi madre y ella me dijo que estuvo en la fiesta fúnebre”.

Ingrid fue a traer un periódico en el que había salido la noticia acompañada de fotos y se lo mostró a Anna.

Ingrid: “¿Quieres quedarte con el artículo?”

Anna aceptó gustosa, tomó el recorte que le extendió Ingrid y lo mantuvo empuñado en su mano derecha durante toda la sesión:

Murió mucha gente. Un hombre que era vecino nuestro quedó tan dañado por la experiencia traumática que ya no pudo integrarse a su familia. Muchos otros desaparecieron. A mi suegra la entrevistaron en Bosnia ya en tiempos de calma porque tres de sus hijos desaparecieron y querían ver si era posible ayudarla para localizarlos. Le preguntaron si recordaba qué color de pantalón llevaban o si podía proporcionarles algún dato significativo, pero lo cierto es que nunca hallaron rastro alguno de ellos, la madre supone que están muertos. A mi mamá también la interrogaron para ver si podían localizar a mi papá. Un conocido nuestro se salvó enterrándose casi totalmente mientras pasaba el peligro.

Ingrid dice a Anna que la sesión anterior nos narró otro fragmento de su huida y la invita a continuar su narración, lo que ella acepta.

La siguiente noche en Potocari fue tremenda, cada 5 o 10 minutos había alguien sollozando, quejándose con un lamento desgarrador de que alguien le había sido arrebatado, podían hacerlo sólo un momento, pues temían que la furia de los serbios cayera sobre ellos si identificaban al que se quejaba. A la mañana siguiente decidimos marcharnos de ahí pasara lo que pasara y nos dijimos que no nos separarían, que sufriríamos el mismo destino cualquiera que fuera y así lo hicimos. No sólo yo quería irme de ahí, toda mi familia quería, pensábamos que no podíamos soportar más aquello. En la noche habíamos tapado a nuestros niños con la única cobija que llevábamos. Buscamos entre los camiones de carga que se prestaban para transportar gente y casi todos estaban llenos, pero para nuestra fortuna uno estaba vacío y el chofer aceptó llevarnos. Recogimos a un hombre anciano que estaba tirado y lo subimos con nosotros al camión. Nos pusimos en marcha, pero un poco más delante soldados serbios detuvieron el camión y le dijeron a su dueño que querían registrarlo, nosotros íbamos ocultos en la parte posterior, el chofer dijo que no estaba dispuesto a permitir que registraran su camión, a lo que el hombre serbio respondió que no le estaba pidiendo permiso. Fue un momento terrible, muy tenso, pero para nuestra fortuna llegó justo en ese momento una camioneta de la Cruz Roja y los soldados serbios permitieron que el chofer avanzara.

Ingrid: “Irse de Potocari esa noche fue la salvación para ustedes, pues después hubo ahí una masacre peor”.

Anna: “También la llegada de la Cruz Roja fue nuestra salvación, pues si no quién sabe qué habría sucedido. Nosotros llevábamos además varios niños, mi hermana menor era una bebé de ocho meses y mis dos hermanos varones eran niños todavía”.

Anna se ve más vivaz que al principio, parece que en ella ha surgido esperanza y se ha sentido respetada y comprendida.

Ingrid pregunta a Anna por el momento en que cambió su sensación entre el estar más o menos segura en el lugar que eligieron como primer albergue al dejar su casa y aquél en que temía que pasara lo peor, en que sentía estar esperando el turno en que les tocaba a ella y a su familia de ser ejecutadas.

Anna fue pasando de decir que todo fue terrible la segunda noche en Potocari y de enfatizar que lo que ella vivió no se podía poner en palabras y sólo podía comprenderlo quien lo vivió o tuvo una experiencia parecida, a precisar:

La terrible inseguridad empezó cuando escuché el lamento de una persona, un ¡aaayyy! desgarrador, entonces pensé que se habían llevado a alguien y podían separarnos a nosotros también; luego los lamentos se fueron repitiendo, entraban hombres de la guardia serbia a la multitud humana formada por la gente de Bosnia que en realidad estaba conglomerada en una calle.

Ingrid le insiste a Anna que recuerde con mayor precisión esos momentos, lo que miró, lo que escuchó, lo que olió. Luego le pregunta cómo estaba ella cuando la angustia se hizo más aguda, en qué posición. Anna dice: “Yo traía todo el tiempo en brazos a mi hermanita bebé de ocho meses y cuando la niña se quejaba o lloriqueaba la apretaba fuertemente contra mí; sólo teníamos una cobija y todos estábamos sentados sobre ella”. Ingrid pregunta a Anna si es posible que se ponga en la posición en la que estaba, ella vence una ligera resistencia y lo hace, dice: “Yo estaba temblando con todo mi cuerpo y sentía una angustia terrible, luego ya no sentía las piernas, era como si no me pertenecieran”, en este punto Anna se cubrió la cara y pudo llorar.

Después de acompañar un momento a Anna en silencio mientras lloraba, Ingrid le habló suavemente y le dijo que la devolvería al momento actual, que imaginara ir en una máquina del tiempo, luego le dijo: “Míranos, y ve lo que te rodea, se vale disfrutar la vida aquí y ahora, te sientes profundamente aligerada tras haber compartido con nosotros tu experiencia”.

A manera de conclusión

Ni la historia, ni los riesgos a los que estamos expuestos hoy en día como especie nos dan razón para ser demasiado optimistas respecto a avances sustanciales y sin retroceso en el manejo de las relaciones interhumanas. Pero a pesar de todos nuestros tropiezos, no obstante los vaivenes de los conflictos y las agresiones entre sujetos y sociedades diferentes, los humanos seguimos todavía poblando la Tierra y, sobrevivientes, tenemos la esperanza de seguirlo siendo.

Tenemos ante nosotros retos enormes, como intentar controlar los cambios climáticos, suplir recursos no renovables que son fuente de energía, como el petróleo, y, lo que aquí nos ocupa: enfrentar sociedades donde sujetos socializados bajo la égida de tramas simbólicas diferentes y con cosmovisiones distintas, conviven cotidianamente y tienen que salvar distancias, resolver disputas y, en el mejor de los casos, crear formas nuevas de expresión y de enfrentamiento de la vida.

Un cuestionamiento que Pereña hace se vuelve central en la búsqueda de medios para fomentar una convivencia intercultural pacífica: “¿Cómo —inquiere Pereña— introducir Eros a la a-dikia (lo injusto), cómo hacer convivir en la relación con el otro la alegría del amor con la injusticia de la crueldad?” (Pereña, 2004: 19). La cuestión es relevante porque los humanos tenemos que vernos enfrentados inevitablemente con afectos amorosos y violentos, nuestros y de los otros y tenemos que convivir más que nunca antes tratando de mediar entre cosmovisiones y tramas culturales diferentes. Ante las diferencias subjetivas y culturales vemos en un extremo reacciones con un grado de crueldad extrema, como los genocidios, en el otro cabe la esperanza de la convivencia creativa. Si el genocidio implica el impulso de la aniquilación total de los otros diferentes que son vividos como amenazantes, ¿en qué consiste la interculturalidad?

La cuestión de la interculturalidad tendría que apuntar a algo que podríamos llamar “hibridez lograda”, esto es, al surgimiento de nuevas tramas simbólicas enriquecedoras de la vida, a partir de la confrontación y convivencia de los sujetos procedentes de culturas diferentes. Supondría negarse a la tentación del dominio totalitario y aniquilador de unas culturas sobre otras, al sometimiento de los sujetos, a los pretendidos purismos.

La tarea es, en primer término, aprender a percibir al otro, no sólo como alguien diferente, sino con pleno derecho de existir en su diferencia. Tendríamos que poner en tela de juicio fundamentalismos y otros “ismos” que promueven la fusión del sujeto en “el todo”, visión que deniega la realidad de la existencia del otro y la propia existencia como sujeto.

No hay en la actualidad cultura alguna que se baste a sí misma, mucho menos sujetos humanos que puedan prescindir de los otros para sobrevivir. Supervivencia implica interacción, búsqueda de negociaciones, soluciones de compromiso, renuncia a la pretensión de satisfacción instantánea y desmedida, tolerancia en el sentido de respeto y asunción de otro al que no podemos destruir con afanes de hegemonía y unicidad (inalcanzables, de todas formas).

La utopía es crear un ambiente plural, flexible y tolerante en el que sean cada vez más los sujetos abiertos al otro, a la creatividad, a la permanente regeneración interactiva de las tramas culturales que son producto nuestro y a la vez nos sustentan, porque representan los sentidos que necesitamos para enfrentar los retos de la vida.

La cuestión álgida es la pregunta sobre nuestro potencial para reunir las habilidades y fuerzas necesarias para trabajar juntos como especie en pro de la vida, con el montante inevitable de renuncia que ello implica para los sujetos, pues como dice Pereña: “Vivir se convierte para el sujeto en una tarea ética: […] aquel conjunto de fuerzas y actos que resisten a la crueldad” (2004: 31). Y un poco más adelante abunda: “Algo hay que sacrificar para vivir […] sacrificar la exigencia de posesión es no cruzar el paso que convierte la violencia en crueldad, la apertura al otro en exigencia de sumisión o de unicidad. Para aceptar la existencia del otro hay que sacrificar el empuje a su destrucción (Pereña, 2004:50)

Y en otro texto el Pereña poeta contrasta el contexto europeo, que es su medio de vida y de trabajo, con la atmósfera de Marruecos, que encanta al viajero:

Escruta la belleza de la kasbha de Taourit al atardecer, rojiza y violeta, mientras los gorriones se agitan felices en su entorno. Si fuera un gorrión o esa paloma o una de estas vertiginosas golondrinas que acaban de aparecer, no vacilaría, su memoria habría desaparecido y con ella el mandato de formar parte de los elegidos del mundo […] Y en Merzouga, mientras duerme a la luz de la luna, parece ya decidido a abandonar tanta servidumbre. Pero a medida que se acaba el viaje, se turba y Marrakech ha adquirido de pronto el tono triste de la disolución del mundo. El sol rojizo, ya anaranjado, se pierde en un horizonte neblinoso, redondo y solemne. Ya no verá este constante ajetreo de los pobres ni sentirá estos olores. El bienestar, el orden y la proporción, las cosas bien adornadas son la muerte, la mentira de que se vive o el crimen de la aversión y del desprecio a los pobres. El mundo está ya ocupado y los pobres son un estorbo. De pronto, detesta España y Europa […] Ahmed [un amigo marroquí con el que ha tenido una sacudidora conversación, E. R.], como este sol de Marrakesch, pasará al olvido (Pereña: 2008, 127).

¿Nos alcanzará el destino?

Fecha de recepción: 27 de enero de 2011

Fecha de aceptación: 19 de octubre de 2011

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